
Altas Civilizaciones Sudamericanas
Existe algunos pueblos de Colombia y Ecuador, aparte de los ístmicos, entre los que se encuentran grupos emparentados con los sudamericanos. Quimbayas, chibchas, esmeraldas, mantas, huancavilcas y tantas otras tribus de difícil filiación, sin olvidar a los taironas de las cercanías de la sierra de Santa Marta, ofrecen formaciones políticas y dinastías mal conocidas. En cuanto al arqueólogo, descubre vestigios tan impresionantes como las esculturas de San Agustín, que muestran algún parecido con las de la isla de Pascua y de Oceanía y cuyo comienzo se señala hacia el 600 a. de J.C. También pueden relacionarse de alguna manera con el mundo mesoamericano y con el andino central.
De todo ese mundo, lo que conocemos mejor es el grupo chibcha. El mito de Eldorado hizo que los conquistadores se lanzaran hacia aquellos países que poseían esa legendaria riqueza en oro. Encontraron en el país chibcha nueve estados: Sogamoso, Tunja, Bogotá, Guanenta, Tundama, Sáchica, Tinjacá, Chipatá y Saboyá. Los más importantes eran el de Tunja, gobernado por el monarca zaque, y el de Bogotá (ciudad ya existente en la época del descubrimiento con el nombre de Muequetá), sede del zipa. A fines del siglo V lucharon ambos. El zipa Nemequene, que reinó de 1490 a 1538, casi consiguió dominar todo el territorio. A la llegada de los españoles mandaba el zipa Tisquezuza, pero pronto acabaron aquellos incipientes imperios. En el Ecuador hubo grupos estatales, como los caras, que lograron formar un estado cuya máxima extensión se discute.
Los chibchas eran buenos agricultores y cultivaban el maíz, la patata, la coca, el tabaco y bebían chicha; obtenían sal, producto con el que comerciaban. Se cubrían con mantas de algodón pintadas y altos sombreros y con numerosos adornos de plumas, diademas, placas de oro, colgantes para orejas, nariz y labios, en parte atributos de caciques, sacerdotes o guerreros. Su cerámica y telas de algodón eran excelentes. Aunque crearon centros urbanos como Bogotá, edificaban poco en piedra y sus habitaciones solían ser de planta circular con paredes de madera recubierta de barro y el techo cónico de paja.
Sobresalían en la orfebrería y disponían de mucho oro, obtenido en las arenas de sus ríos. Hacían toda clase de colgantes, figurillas y adornos de oro o de tumbaga, aleación con cobre o plata. Como ofrenda se usaban las plaquitas delgadas de oro. Conocían el procedimiento de la cera perdida. La contemplación del Museo del Oro de Bogotá, donde se guardan millares de piezas de la orfebrería antigua, constituye una visión extraordinaria.
Hemos hecho ya referencia a las creaciones políticas de estos pueblos. El cargo de cacique era hereditario por línea materna y exigía un duro noviciado. La consagración, con el rito de las ofrendas en oro a los genios de la laguna de Guatavita, dio origen a la leyenda de Eldorado. Se trataba, pues, de una monarquía teocrática con un consejo para los asuntos graves. Unos funcionarios recogían la saliva del cacique, el cual vestía con trajes especiales y tenía varios atributos: mitra de oro y vestidos de algodón pintado. La mayoría de estas tribus practicaban la exogamia y el matriarcado, con poligamia y matrimonio por compra. Los xeques o sacerdotes ocupaban la posición dominante. Los soldados llevaban la cabeza afeitada, labios y nariz agujereados y las orejas con tantos cilindros de oro como enemigos muertos. Se premiaba de modo especial a los más valientes (usaques).
No parece que se admitiera la propiedad privada de la tierra, pero el comercio estaba muy desarrollado, con mercados públicos y ferias. Usaban piezas de oro como una especie de moneda y cuidaban las vías de comunicación, por ejemplo con la construcción de puentes, lo que explica que su influencia irradiase por las comarcas andinas septentrionales.
Su religión no es bien conocida y parece basarse en el animismo, siendo numerosos los lugares de culto, entre los que sobresalen las lagunas. El culto a los antepasados se muestra en el cuidado en guardar los cráneos, que incluso se reconstruyen.
Uno de sus dioses superiores era el sol, a quien se dedicaron numerosos templos y al que se ofrecían sacrificios humanos. Éstos, aunque excepcionales, eran terribles, como el de un niño criado cuidadosamente y que no se sacrificaba hasta que llegaba a la pubertad, y entonces se le cortaba la cabeza con un cuchillo de bambú o se le mataba a flechazos, arrancándole el corazón en medio de complejas ceremonias.
El héroe civilizador era Bochica, que combatió la maldad de su esposa, Chia, identificada con la Luna, que había causado grandes males a la humanidad. Chibchacum sostenía sobre sus hombros la Tierra y al pasarla de uno a otro se producían los terremotos. Con figuritas de barro se hicieron los hombres, y las mujeres fueron creadas de tallos de hierba. Los sacerdotes recuerdan la figura de los chamanes, por sus funciones semejantes. Estas tribus eran muy aficionadas a las carreras a pie, que tenían carácter religioso. No tuvieron ningún sistema de escritura, y sus pictografías escapan a nuestro desciframiento.
Lo que se llama América nuclear tiene su zona meridional en la región costera del actual Perú y en la meseta andina cercana. El problema de qué área fue de más antigua civilización, cuando se compara esta zona meridional con la mexicana y la posible relación entre los dos focos, no está resuelto, pero progresa la idea de que entre ambos existió una mayor relación de lo que se había imaginado hace unos años. Este mundo andino central presenta dos regiones contrapuestas. Una de ellas es la costa, árida pero habitable, en la parte baja de las cuencas fluviales, que se enlazan con la zona ecuatoriana, con ricos e interesantes vestigios arqueológicos. Otra es la meseta andina, con clima muy peculiar y con interesantes atractivos.
En esa zona andina se desarrolló la cultura de Tiahuanaco. Emana tal interés de las ruinas de Tiahuanaco, junto al lago Titicaca, a una altitud que bordea los 4.000 metros y que obliga a adaptarse a condiciones difíciles para la fisiología del hombre, que ha habido autores que, dejando volar la fantasía, han supuesto la presencia allí de una especie de cultura madre de todas las de América, milagrosamente desarrollada y más vieja que las culturas del Viejo Mundo, con otras hipótesis no menos fantásticas.
La cronología que hoy se acepta puede resumirse en una primera etapa, plenamente prehistórica, de viejos cazadores, desde el 7000 al 3000 a. de J.C. Después, hasta casi el año 1000 a. de J.C. tenemos la primera fase agrícola. Empiezan entonces las tres etapas denominadas formativa, clásica y posclásica. Las manifestaciones de tales etapas culturales varían en cada una de las comarcas naturales de la costa y de la meseta. Así, en la costa norte la etapa formativa abarca los sucesivos períodos de Cupisnique, Salivar y Gallinazo. La etapa clásica comprende el período mochica y la posclásica las de Tiahuanaco costero, chimú e inca. La meseta septentrional nos da la etapa Chavín en la época formativa y la de Recuay en la fase clásica. Más al Norte, la cultura de Cajamarca es la que ocupa toda esa larga época. En la costa meridional, la época clásica corresponde a la fase nazca, y la posclásica, a la chincha. Al final de esta época, en el siglo XV, el dominio inca es total.
La meseta en su zona meridional tiene dos focos: el de Cuzco y otro alrededor del lago Titicaca. En este último se halla, hacia el 500 a. de J.C., la cultura de Chiripa, a la que sigue la de Tiahuanaco, que habrá de alcanzar una extensión considerable en varios sentidos. La fase clásica de Tiahuanaco hay que atribuirla a los primeros siglos de nuestra era y en la segunda mitad del primer milenio estamos ante la decadencia de aquella cultura, que por el año 500 se ha extendido ya por la región del Cuzco, en la que, a partir del año 1000, la cultura inca se desarrolla intensamente. Al mismo tiempo, en su región original, junto al lago Titicaca, se forman fases locales como la que tiene como característica la presencia de la chulea, torre funeraria levantada por los aimaras, la tribu vecina y conexa de los incas.
Unificado el país por los incas, sus tradiciones, que los autores españoles nos han conservado a pesar de la falta de un sistema de escritura entre los pueblos antiguos, nos permiten trazar la historia y genealogías del clan inca, que se mantuvieron mucho tiempo vivas en la mente del pueblo durante los siglos posteriores a la conquista.
En la región de Cuzco, a una altitud de unos 3.600 metros, vivía la tribu quechua en vecindad con la aimara. Acaso aquélla era una rama de esta última. Los quechuas recibieron un civilizador venido de Tiahuanaco, el llamado Viracocha. Otra versión hace venir de la región del Titicaca, como civilizador, a Manco Cápac y a su hermana Mama Ocllo, hijos del Sol. De ellos descendía el clan inca, que algunos suponen de origen aimara, y este clan se impondría a los quechuas que habitaban la región de Cuzco.
Manco Cápac es la cabeza de una dinastía y se sitúa hacia el 1200. Sus sucesores fueron Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, Mayta Cápac y Cápac Yupanqui. Este último es el primer gran guerrero de los incas, que venció a las tribus enemigas que atacaron Cuzco, la capital del naciente estado. El Inca Roca da comienzo a una nueva dinastía, durante la cual Yahuar Huacac inicia las campañas de expansión imperial, que comienzan con la sumisión de la región del lago Titicaca. Pero el gran impulsor del Imperio fue el Inca Viracocha, que reinó durante medio siglo. Tuvo que asegurar su trono ante otros pretendientes y ante el peligro de los clanes y tribus rivales. Realizó importantes conquistas, en especial en la costa chilena y el país de Atacama.
Con Urcon, hijo de Viracocha, se producen nuevas revueltas, en especial la de los chancas. Éstos fueron vencidos por Pachacutec, hijo también de Viracocha, en la sangrienta batalla de Yahuarpampa. Pachacutec o Pachacuti Yupanqui fue el gran monarca conquistador. Recobró los territorios que se habían independizado y sometió extensos territorios, alcanzando por el Norte el Ecuador y sometiendo, hacia el Sur, a los pueblos collas, más allá del Titicaca. Gran legislador, organizó el Imperio y embelleció la capital. Tupac Yupanqui siguió las huellas expansionistas de su padre y alcanzó por la costa el río Maule; también intentó, sin éxito, la conquista de las tierras septentrionales. Su hijo Huayna Cápac volvió a guerrear hacia el Norte y vivió en Quito, casi coincidiendo su muerte, en el año 1525, con la llegada de los conquistadores españoles.
En este momento tenía el Imperio inca una extensión extraordinaria, pero la organización no era bastante sólida y por ello a la muerte de Huayna Cápac luchan por la herencia sus hijos Atahualpa y Huáscar, venciendo el primero en 1531, cuando Pizarro llegaba al Perú; Atahualpa se entrevistó con éste, en 1532, en Cajamarca, donde fue hecho prisionero, iniciándose así la conquista.
Antes de hacer referencia a la cultura inca estricta, indiquemos las sucesivas fases culturales del Perú que tienen su asiento en la costa o zonas vecinas. Tras las culturas costeras de las que ya hablamos, que inician la agricultura en los valles bajos de los ríos andinos y con ella la cerámica, del 800 al 300 a. de J.C. encontramos, en la meseta septentrional, plataformas de piedras o adobes sobre los que se levantan templos de muros decorados con relieves y grabados y estucos pintados. Ello ofrece paralelos con el arte olmeca y recibe nombre de la fortaleza de Chavín de Huantar. Aparecen ya joyas de oro.
Un segundo período va del 300 a. de J.C. al 200 de nuestra era y muestra numerosos desarrollos regionales a lo largo de la costa: Salivar, Nazca, Paracas-Cavernas, Gallinazo. Presentan irrigación, templos y plataformas piramidales, mientras en las altas mesetas empieza la evolución de Tiahuanaco. Del 200 al 600 se logra un gran florecimiento, adquiriendo un gran desarrollo la metalurgia, con aleación de cobre y de plata al oro. En Tiahuanaco, al lado de plataformas piramidales existe una magnífica estatuaria en piedra y es bien conocida y divulgada la impresionante belleza, en el marco de un paisaje desolado, de la llamada Puerta del Sol, dedicada a Viracocha, dios solar. En la costa, esta época es igualmente rica. En Trujillo, la Huaca del Sol es la mayor de las pirámides. En Paracas, la inmensa necrópolis presenta, junto a los cestos que contenían las vísceras de los muertos, sus cuerpos replegados y envueltos en maravillosas telas. En cuanto a las cerámicas mochicas y de Nazca, las escenas pintadas son rituales, personajes, dioses y demonios, labores diversas, y constituyen una fuente inapreciable de datos sobre aquellas culturas.
Del 600 al 1000 domina el urbanismo, con la construcción de grandes ciudades con templos y palacios. Tiahuanaco influye a lo lejos. Uari, en la meseta; Chimú, Chancay e Ica, en la costa, son nuevos e importantes centros. La decadencia de Tiahuanaco, del 1000 al 1458, va acompañada por el uso frecuente del bronce. Cuzco progresa. En el litoral central y meridional surgen pequeños reinos, mientras el reino chimú, que alcanza hasta Paramonga, posee un extraordinario centro urbano, el de su capital Chanchan. El último medio siglo hasta la conquista ve la unificación del extensísimo imperio.
Por lo que respecta a la cultura inca, naturalmente el medio ambiente de la alta meseta y el de la zona costera diferían por completo. En aquélla cabría estudiar las formas culturales de quechuas y aimaras, cada una con sus peculiaridades. En ésta, los rasgos de la llamada cultura yunga o yunca, más o menos paralela de la chibcha.
La habitación costera es de adobe o ladrillo, que en ocasiones se adorna con estucos y muchas veces es un sencillo cobertizo. En la meseta es de piedra, de planta rectangular, con cubierta a doble vertiente. Los aimaras levantaban chulpas, estructuras circulares con techo saliente. En el traje, un elemento básico para los hombres de todo el país era el poncho o yacollá, mientras las mujeres usaban una larga túnica y una especie de chal sujeto al hombro por un gran alfiler, el topu, y una faja arrollada al cuerpo. Calzaban sandalias. No eran frecuentes la pintura y el tatuaje. Fajas de lana coloreadas ceñían el cabello, con variantes según el rango del personaje. El cabello en la meseta se dejaba corto. Abundaban los adornos en orejas y nariz y se usaban diademas y pectorales de metal en las fiestas, entre las que eran solemnes las de iniciación de los jóvenes. El chunco o gorro aimara, de lana, en forma puntiaguda y con orejeras se divulgó mucho.
La base económica era el cultivo a que todos estaban obligados, iniciando las labores con una ceremonia el propio inca. El maíz dominaba en la región costera y la patata en la meseta, desde donde conquistó toda la tierra. Muchas otras plantas que han pasado al acervo común de la humanidad se cultivaron aquí. Resaltemos el papel de la coca. La irrigación explica la admirable disposición en terrazas en las empinadas estribaciones andinas. Se utilizaba como abono el guano recogido en las islas costeras. Del maíz se obtenía la chicha, bebida alcohólica que se consumía sin tasa.
El Perú es el único país americano donde los animales domésticos desempeñaron un papel comparable al que tenían en el Viejo Mundo. Además de pavos y perros, aquí tenemos el conejillo de Indias y sobre todo los dos auquénidos domesticados, la llama y la alpaca. De ellos se aprovechaban la carne y la lana. Pero la llama era el único animal de carga, aunque no podía llevar más de treinta o cuarenta kilos. No es mucho, pero sí representa un gran auxilio para el hombre, ya que el transporte había de efectuarse a una altitud en que el esfuerzo humano se hace difícil. Otros dos auquénidos, la vicuña y el guanaco, se cazaban, siendo muy difícil el cuidado de las especies domésticas, que eran en su mayor parte propiedad del soberano. La pesca tenía también importancia.
Hemos hablado ya de las cualidades de la cerámica. En cuanto al hilado y el tejido, eran técnicas que dominaron totalmente. Con medios muy rudimentarios obtenían hilados finísimos, inverosímilmente delicados. Se hilaba lana de alpaca, llama y vicuña, el algodón, agave, pelo de murciélago, y se atribuye su finura a la acción de la coca sobre la saliva con la que se humedecía la fibra al hilar. Se teñían con colores sólidos y vistosos. El telar era el vertical, primitivo. Las telas eran diversas, alcanzando un parecido con la tapicería y usando también el adorno con tejidos de plumas. La anchura de las telas no pasaba por lo general de ochenta centímetros, cosiéndose para obtener anchos mayores.
Eran expertos en el trabajo de la madera, piedras duras, hueso y coral. En la metalurgia superaron al resto de las culturas americanas. El metal básico era el cobre, pero sabían obtener el bronce, del que se hacían hachas. De cobre eran los topus (alfileres) y los tunis (cuchillos en T de corte semicircular). El oro abundaba en extremo y con oro y plata se labraban toda clase de piezas y adornos. También se conocían el plomo y el mercurio y en algunos lugares se utilizó incluso el platino.
Hoy nadie duda de que la gente de la costa era muy marinera, a pesar de disponer tan sólo de canoas de piel o haces de totora (empleada también en el lago Titicaca para hacer frágiles embarcaciones) o balsas de madera adecuada, con uso de la vela y rudo timón. Con una embarcación parecida, Thor Heyerdahl pasó del Perú a las islas polinésicas. Se confirman así las tradiciones de expediciones marinas de los incas y de batallas navales contra los ecuatorianos, que serían los más expertos. Esto abona las hipótesis de influencias y aun migraciones transpacíficas. Para algunos arqueólogos americanos es seguro que alcanzaron las islas Galápagos desde la costa ecuatoriana.
El Perú, con el Imperio, evolucionaba también hacia formas sociales y políticas nuevas. El clan totémico se había transformado en el ayllú, que se confunde con la aldea, quedando el recuerdo de un grado intermedio. El clan era endógamo, y la familia, patriarcal y monógama, como base de la sociedad incaica. La posición de la mujer era buena, no casándose antes de los dieciocho años (el varón a los veinticuatro). En los yungas costeros había cierto matriarcado, teniendo las mujeres cargos importantes bajo el nombre de capullanas o sayapullas.
Cada diez familias se hallaban bajo la inspección inmediata de un funcionario, camayoc, y diez de éstos dependían del pachacurara, que en cierta manera era jefe de clan o curaca. Diez aldeas (que formaban dos marcas) tenían por jefe a un curaca, que dependía directamente del gobernador de una de las cuatro provincias en que el Imperio se hallaba dividido: Antisuyu, Cuntisuyu, Chinchasuyu y Collasuyu. Algunos de los pueblos que habían sido sometidos recientemente seguían conservando cierta personalidad e incluso en ocasiones sus antiguos monarcas.
El jefe supremo era el Inca, o Sapay-inca (incaúnico), que recibía el título de Inti, igual que el Sol, con el que se identificaba. Los altos funcionarios y sacerdotes descendían asimismo del Sol por ser del clan inca. Todo en él indica el carácter sagrado: su pompa, el respeto que se le debía, el casarse con su hermana mayor, su única esposa legítima, cuyo hijo mayor había de sucederle. Por debajo de este monarca divinizado y de los miembros del clan inca se halla el clan del cóndor, a cuyos miembros se los llamó “orejones” debido a los pesados adornos en las orejas, que llegaban a deformarlas; solían tener carácter militar y no faltaron sus rebeldías. Los curacas y restantes funcionarios formaban una casta inferior a los precedentes, pero por encima del pueblo corriente. En situación inferior se hallaban los pertenecientes a países incorporados por conquista. Éstos solían ser trasplantados a provincias alejadas de su lugar de origen, con el nombre de mitimaes, lo que hacía difícil su rebeldía. A los hijos de los jefes de tales países se les educaba en Cuzco y se les obligaba a hablar quechua, con lo que esta lengua llegó a ser la general en un vastísimo territorio.
La tierra que había de ser base del sustento familiar le era dada al varón al contraer matrimonio y se castigaba cualquier descuido, en especial referente al agua de riego. Al nacer un hijo se aumentaba la extensión de la tierra concedida. Para las obras públicas se empleaba la prestación personal, lo mismo que para el cultivo dedicado a las tierras del estado. Se empleaba asimismo en tales casos el trabajo de los cautivos, mitimaes, etc.
El derecho penal era severísimo. En el ejército, el mando pertenecía al clan inca y a los orejones. Las armas usadas eran propulsoras: mazas, lanzas, hachas y bolas, mientras el arco y la cerbatana se usaban en la zona costera. Defensivos eran los escudos redondos o rectangulares, además de corazas y cascos de madera, pieles o metal. Eran hábiles fortificadores, usando la técnica ciclópea, con la que obtenían fortalezas como la de Sacsahuamán, que es clásica en este aspecto y que nos asombra por el tamaño enorme y el ajuste perfecto de los bloques empleados. La disciplina y buen armamento de su ejército explican sus victorias, acompañadas por la matanza en masa de los varones o haciendo tambores con la piel de los príncipes enemigos, en los que se dejaba colgante la cabeza.
Sus conquistas y el gobierno controlado de tan inmenso imperio hubiera sido imposible sin una buena red de caminos, en cuya construcción fueron muy hábiles. Se pavimentaban con piedra y tierra y alcanzaban hasta unos ocho metros de anchura máxima. Seguían la línea recta, pues por la carencia de vehículos de ruedas se subían las montañas por escalones. Los ríos se atravesaban por puentes o por sencillas cuerdas, de las que colgaba un cesto que pasaba de una a otra orilla, o construyendo puentes de piedra cuando el cauce no era grande. Se disponían refugios (tampu) a lo largo de los caminos, que servían de refugios y almacenes y lugares de descanso. Sabemos que la distancia de Cuzco a Quito por los valles interandinos podía ser recorrida por los veloces corredores que eran los mensajeros del Inca, que se iban relevando, en ocho días. La vía costera entre Túmbez y Chincha se protegía de la arena por medio de muros. La de Cuzco a la costa era importante. Gracias a ella el Inca podía comer pescado fresco. Otras salían desde la capital hasta Copiapó.
No conocemos demasiado bien la religión, que parece conservar mucho de los caracteres ancestrales con totemismo, animismo y fetichismo. Cada clan o ayllú tenía su tótem y lo mismo ocurría en los barrios de Cuzco, en las aldeas y provincias. El tótem del clan inca sería el halcón, el Sol o el arco iris. Tótems eran también el puma, jaguar, cóndor, serpiente, ñandú, fuentes, rocas y lagos. Los yungas tenían como tótem el mar. El animal tótem era el antepasado y, por tanto, no podía ser muerto y su disfraz se usaba en las fiestas. El huaca era el poder misterioso o espíritu protector. A su lado se dan los protectores individuales o fetiches (conopa), personificados en objetos de forma curiosa o en figuritas de piedra o cerámica que se transmitían dentro de la familia.
Por encima de esas creencias populares existía la religión oficial, que era una religión solar que los incas impusieron agregándoles los dioses de los pueblos sometidos, como Viracocha o Tonapa de los aimaras y Pachacamac y Coniraya de los yunga. El nombre del Sol, dios supremo de los incas, es el de Inti o Punchan, que se representa en forma humana con serpientes en los brazos y pumas sobre los hombros, saliendo tres rayos de la parte posterior de la cabeza. Sólo los incas podían pronunciar su nombre. Su hermana y esposa era Quilla, la Luna. En un plano más secundario estaban Chucuilla, dios del rayo y de la fecundidad; Illapa, del trueno; Pachacamac, de la Tierra, por lo que se le dedicaban grandes montones de piedras; Nina, divinidad del fuego; el planeta Venus y otros astros. Conservamos el relato de diversos mitos, como el de las tres divinidades forasteras, Viracocha, Pachacamac y Con, el de los hermanos Ayar y la roca de Pacari-Tampú. En la mitología yunga, Orión desempeñaba un papel junto a las Pléyades, en que el espíritu del mal era preso y conducido a ser pasto de los buitres. Las luchas de tales demonios se representan con frecuencia en la cerámica.
La momificación era práctica constante, favorecida por la extraordinaria sequedad del clima. Gracias a ello tenemos una cantidad de materiales arqueológicos extraordinaria. Las momias de los incas con sus máscaras de oro se colocaban, al igual que las de sus esposas, sentadas alrededor de la imagen del Sol en el templo de Cuzco. Con ellos se enterraban vivas algunas de sus mujeres. El destino de las almas era diverso, de acuerdo con su papel en la vida. Se daban otros tipos de enterramientos: las cuevas naturales o artificiales entre los quechuas; las fosas, pozos y túmulos y vasijas en los yungas costeros.
El número de sacerdotes era numeroso. El sumo sacerdote era el huillachumu, que, con los diez amautas, pertenecientes al clan inca, conservaban las tradiciones religiosas. Otros grupos sacerdotales inferiores comprendían a los hacuc, hamurpa y yanapac y otros grupos, que se dedicaban al mismo tiempo a la adivinación y a la medicina, siendo hábiles cirujanos y habiendo sabido descubrir preciosos remedios vegetales en la flora del país. Una especie de monjes, eunucos generalmente, los llamados huancaquilli, vivían retirados y se dedicaban a torturarse. También vivían en una especie de conventos las aclla o vírgenes del Sol, que eran enterradas vivas si faltaban a la continencia. Se las consideraba como servidoras del Sol y, por tanto, del Inca, del que podían llegar a ser concubinas. Su misión era mantener el fuego sagrado, confeccionar las ropas de la casa real y preparar los alimentos para las fiestas.
El sacrificio era un rito fundamental. Predomina el sacrificio animal, la llama sobre todo, mientras los sacrificios humanos eran muy raros. Por lo general consistían en niños y doncellas en ocasión de un nuevo reinado y se les ahogaba o decapitaba. Se ofrecía chicha y coca a los dioses. Se practicaba la confesión ante un sacerdote (ichuri) y la penitencia. Otros ritos eran el de imposición de nombre, el corte del cabello al llegar a la pubertad, oración, cantos, etc. El ayuno preparaba a los fieles para las festividades, en que abundaban las libaciones y las danzas. Sabemos por lo menos de una docena de grandes fiestas religiosas al año, entre ellas las del solsticio y la de purificación (situa), que alejaba los males de la ciudad.
En cuanto a los templos, conocemos el gran Coricancha, dedicado en Cuzco al Sol, con la imagen en oro del dios Inti y la de plata de su esposa, junto a la efigie de los restantes dioses. Era famoso también en la capital el templo (Quishuarcancha) de Viracocha y los templos no menos grandiosos en localidades como Pachacamac, Tiahuanaco y otras.
Con lo dicho se entiende que la arquitectura de la región tiene poco que envidiar a las restantes culturas americanas. En la costa predomina el empleo de adobes, alisándose y pintándose las paredes, mientras en la zona inca se usa la pirca, mezcla de piedra y barro, para construcciones secundarias. Pero en lo que sobresalen es en la construcción en piedra. Ésta puede tener el aparejo ciclópeo poligonal de grandes bloques con el exterior sin desbastar y ajustados de manera que parece inverosímil. O bien el aparejo regular con sillares de talla perfecta, que se empleaba para palacios y templos. Las puertas tendían a una forma ligeramente trapezoidal, los dinteles eran monolíticos y las plantas, por lo general, rectangulares. Excepto en Tiahuanaco, donde se adornaban con relieves, los muros no tenían otro adorno que las hornacinas.
Aún se conservan los restos de los altos muros del enorme palacio de Viracocha pampa y los del Coricancha o templo del Sol en Cuzco, cuyo recinto comprendía hasta cuatro grandes construcciones. Otros edificios conservados en parte son el Pilco-caima, en una isla del lago Titicaca, los de Tiahuanaco y Copacabana. En la zona norte es famoso el palacio de Chanchan por la decoración de sus paredes.
En lo que estas culturas superaron a cuantos pueblos han construido con técnicas ciclópeas es en la arquitectura militar, en sus imponentes fortificaciones. En ellas habían sobresalido ya los yungas costeros y los incas les imitaron en sus pucarás. La fortaleza yunga de Paramonga es famosa. Pero nada impone tanto en la arqueología del continente americano como la de conjuntos tales como Ollantaytambo y Sacsahuamán, en las cercanías de Cuzco. Aquélla era una ciudad fortificada; la segunda era una fortaleza que defendía la capital. Su impresionante aparejo de enormes bloques adquiere un aspecto impresionante. Cuzco era un importante centro urbano cuya disposición conocemos tanto por las descripciones como por los vestigios conservados. Acaso sea el mejor conocido en la América indígena. Se dividía en cuatro barrios. Otras ciudades conocidas son la ya citada de Ollantaytambo y Chanchan, en el Norte. Ninguna, sin embargo, puede competir, en grandiosidad del escenario en que asienta, con Machu Picchu, en la región de Cuzco. En cuanto a Chanchan, cerca de Trujillo, su extensión es grande, con numerosos palacios y templos, laberintos y huacas (enterramientos), y dispone de un magnífico sistema de canalización de aguas con que se regaban los jardines urbanos.
Las necrópolis han sido un gran auxiliar para el historiador. Hemos citado ya la gran necrópolis de Paracas, que ha proporcionado tantas obras maestras del arte textil. La de Ancón, no lejos de Lima, en la costa, ha facilitado también ingentes cantidades de material. Los yungas usaron sepulcros individuales en pirámide o túmulo (huaca) o en pozo. Los aimaras entierran en dólmenes, en las chulpas, en cámaras de piedra y en una variante de lo que podemos llamar dólmenes.
La escultura del Imperio inca no alcanzó las cimas que logró la arquitectura. Pero si sus estatuas son poco evolucionadas, en cambio modelaban perfectamente la cerámica. El relieve se desarrolló en algunas zonas, como la de Tiahuanaco, donde es famosa la Puerta del Sol, que geometriza los motivos figurados. A su lado hay grandes monolitos esculpidos algo toscamente. Su arte tiene alguna conexión con las estelas con relieves de Chavín. La cerámica era bien modelada y la pintura, de la que se conservan algunos frescos, era colorista y abigarrada.
La música era muy apreciada. Desempeñaba un gran papel en las ceremonias religiosas, tomando parte el Inca en las danzas. Se usaban la flauta de Pan, trompetas de cerámica y concha, silbatos, ocarinas, tambores y sonajeros. Los amautas eran los mantenedores de la tradición poética. Los poemas se recitaban en las fiestas al Sol y relataban los grandes hechos de la historia inca. Se han conservado textos literarios e incluso un drama, Ollantay, que presenta las aventuras de un jefe militar enamorado de la hija del Inca, que se rebela y es vencido, si bien es perdonado por el nuevo Inca, Yupanqui.
Sus conocimientos astronómicos no eran muy elevados, por lo que su calendario es imperfecto. No parece que usaran el año solar, aunque habían fijado los solsticios y los equinoccios. Seguían los meses lunares, en número de doce.
Los incas no disponían de un sistema de escritura bien organizado. El famoso quipú, serie de cuerdas con nudos de los que colgaban pequeños objetos de color diverso, era tan sólo un sistema mnemotécnico. Los intendentes (kipumayoc) los entendían y gracias a ellos podían llevar la cuenta, en especial la de los tributos. No parece, pues, que fueran muestras de una escritura simbólica que, en cualquier caso, sólo habría tenido valor para su autor. Los españoles destruyeron gran número de quipús por considerarlos objetos mágicos. También se nos dice que con tierra y piedras hacían una especie de mapas de sus provincias.
Estas grandes e imponentes civilizaciones americanas esconden la existencia de una serie de otras culturas, situadas en grados muy diversos de evolución, que también cabe destacar. Todavía hoy es posible ponerse en contacto con las últimas comunidades de indígenas que nos muestran lo que sería la vida de tales grupos durante los últimos diez mil años.
Estos grupos se hallan en zonas de refugio en las selvas o en zonas pobres de la costa del Pacífico. Para citar un ejemplo, señalemos el de los indios seris, de la costa mexicana del golfo de California, junto a la isla Tiburón. Otros ejemplos los hallaríamos entre los yaganes y alacalufes de la Tierra del Fuego, ya prácticamente extinguidos.
En el extremo opuesto se hallan los pueblos vecinos de las altas culturas, que recibieron su influencia y vivieron en una etapa agrícola con progresiva organización. Aparte de los pueblos mexicanos, podemos incluir aquí a las tribus del sur de Estados Unidos o las que habitaban el Bajo y Medio Mississippi, de los que hemos hablado ya. La llamada cultura de Anasazi incluye los períodos iniciales de la cultura de los basketmakers o cesteros, y tiene como vecinas la cultura de Hohokam, dentro de nuestra era. En la cuenca del Mississippi se desarrolló una curiosa cultura caracterizada por los mounds o túmulos. Se conoce bien su desarrollo, extendiéndose hasta el golfo de México por un lado y los grandes lagos por otro. Muestra grandes poblados y terrazas, montículos funerarios, incineración de los muertos, uso del cobre y de la obsidiana. Está claro el origen septentrional combinado con la influencia mexicana, que aporta el cultivo del maíz y muchas formas religiosas y ceremoniales. Una cultura vecina de la anterior ha tomado muchas cosas de la misma. Se trata de lo que se ha llamado cultura atlántica antigua de las selvas. Por las fechas conseguidas en su yacimiento, vemos que ya en el segundo milenio antes de nuestra era poseía cerámica y a comienzos del primer milenio antes de Jesucristo aparece la agricultura, que llega del Sur con las aldeas, terrazas, túmulos ceremoniales y uso del cobre.
Podríamos seguir con numerosos pueblos del actual México o de las zonas del istmo, en que veríamos la influencia de los poderosos vecinos, e igual haríamos con los andinos o con algunos amazónicos, como los de la isla de Marajó, autores de una interesante cerámica. Pero haremos tan sólo referencia a los pueblos andinos meridionales, que cultural y políticamente se vieron influidos o absorbidos por sus poderosos vecinos, en especial en el siglo XV, con la expansión del Imperio incaico. Incluso la lengua del pueblo dominador pasó a ser usada como “lengua general” por los fuertes y orgullosos vencidos. Entre éstos se sitúan los araucanos, que tan heroicamente se defendieron de la conquista española, y que se hallaban en posesión de una de las lenguas más bellas que se conocen y que en alguna ocasión se acercaron al Río de la Plata en sus expediciones por los llanos orientales.
Otros grupos de interés en la zona del noroeste de la Argentina, en contacto con el Imperio inca, lo constituyen diversos grupos étnicos, entre los que hallamos a los diaguitas o calchaquíes, extinguidos de antiguo y por ello mal conocidos. Sus vestigios arqueológicos revelan gran habilidad técnica. Más difícil es todavía caracterizar a grupos vecinos del anterior, pero de hallazgos mucho más confusos, por lo que no sabemos en realidad quiénes eran exactamente los atacameños, los omaguacas o los comenchigones. Cuanto más, tenemos cerámicas, que son insuficientes para poder definir una cultura o un pueblo. A veces estas cerámicas son extraordinariamente bellas, como ocurre en el caso de la cerámica calchaquí o con la de la llamada cultura de La Candelaria.
En realidad, aún podríamos incluir muchos otros pueblos, pero no es aquí el lugar de estudiar una a una las grandes tribus americanas. Sin embargo, no queremos prescindir de algunos grupos amazónicos, pueblos emigrantes cuyos miembros se hallan dispersos por la amplia geografía de América del Sur. Tal ocurre con la familia tupí-guaraní, una de las más difundidas y famosa por haber sido uno de sus grupos sujeto de experimentación en las famosas reducciones jesuíticas en el Paraguay. Conocemos bastante bien su historia en los últimos siglos y de este modo podemos seguir sus migraciones, movidas por motivos religiosos y por impulsos mesiánicos.
Otro es el de los araguacos (arauacos o arawak), tal vez la familia étnica más difundida en América, hasta el punto de que tendría representantes en la del Norte, del Centro (Antillas) y del Sur. Fueron los grandes cultivadores en las regiones del Amazonas y se reparten con los caribes la mayor parte de las tierras del nordeste de Sudamérica. Ambos pueblos constituyen un ejemplo notable de los procesos de migraciones, superposiciones y cruzamientos. Cuando los españoles llegaron a las Antillas encontraron, arrinconados en los extremos de algunas de las islas mayores, grupos humanos de vida muy poco desarrollada y en trance de desaparición. Los habían dominado y arrinconado los araguacos, que hubieran acabado con ellos si no se hubiesen presentado los caribes, que, embarcados en sus magníficas canoas o piraguas, estaban arrinconando a su vez a los araguacos; los caribes mataban a los varones y se quedaban con las mujeres, lo que explica que se nos hablase de tribus americanas con un lenguaje para los hombres y otro para las mujeres.
Todo ello demuestra la complejidad de gentes y culturas que confluyeron en la América precolombina, y el importante trabajo realizado por los historiadores americanistas a lo largo de décadas de investigación.
Autor: Cambó