
Memoria Histórica
Recorrido por la Memoria Histórica
No deberíamos pensar en la memoria como si fuera una fotografía que reproduce la imagen quieta de una situación desaparecida. Ni siquiera como algo semejante al firmamento, una muchedumbre de luces espléndidas flotando en un plasma oscuro como la historia, noticias brillantes pero muertas hace millones de años que nos cuentan cómo era todo antes de perecer. La memoria es exactamente lo contrario, es supervivencia constante, es historia en acto puesto que a través de la memoria la historia continúa viviendo y reelaborando las esperanzas, proyectos o desánimo de hombres y mujeres que buscan dar un sentido a la vida, encontrar (o poner) orden en el caos.
La historia recordada que genera la memoria es la materia de la que se nutren esas esperanzas, proyectos o fracasos, pero también alimenta la sabiduría social de todos los sujetos, si bien para las clases subalternas, aún hoy, es la fuente principal de conocimiento e interpretación de su existencia. Probablemente por eso un estupendo proverbio keniata precisa que “Cuando el león encuentre a alguien que le escuche, la historia dejará de ser escrita por el cazador”. Suena como si el león hubiese estado en Auschwitz, o en la argentina Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), o en cualquier campo del Gulag soviético o incluso en la madrileña Prisión de Madres Lactantes, aquella siniestra torre cercana al Manzanares. Hoy sabemos que cuando los supervivientes cautivos y cautivas salieron de campos y cárceles casi nadie les atendió ni escuchó, y sólo con esa herramienta cognitiva que es la memoria consiguieron poner orden a su experiencia, las conclusiones de cada uno fueron distintas y también los desenlaces vitales, pero la memoria actuó como instrumento de orden, de búsqueda y de logos, así lo cuentan Primo Levi, Alexander Solzhenitsyn o Juana Doña.
Los profesionales llegaron más tarde, y se percataron de que la historia recordada no siempre concuerda con la historia de los historiadores. Fue en Italia, desde fines de los cincuenta y hasta los primeros ochenta, donde se produjeron las primeras y mejores reflexiones sobre el asunto: desde Ernesto de Martino a Sandro Portelli (pasando por Luisa Passerini, Carlo Ginzburg o Alberto Cirese) se efectuó un esfuerzo por comprender la naturaleza y el valor de la memoria, de la historia recordada, de su verbalización y de su relación con la historia (las historias) de los historiadores.
En general, se aceptó que la arrogante benevolencia profesional para con los productos de la memoria carecía de fundamento, que la historia recordada y la de los historiadores siguen cada una su propio curso porque tienen impulsos y signos distintos, se guían por lógicas diferentes y ambas están sujetas a distintos criterios de validez o verificación.
En consecuencia, no tiene sentido alguno preguntarse si las opiniones o afirmaciones de la historia recordada, traducida en palabras, son verdaderas o falsas según los criterios establecidos por la investigación histórica profesional. Dicho de otro modo: la materialidad (verbal o escrita) de la historia recordada, su eficacia, su potencial histórico, no se basan en su verdad literal, ese tipo de verdad no es algo que la historia profesional persiga, tan sólo deseamos comprender por qué sucedió así y no de otro modo (si es que así sucedió) y contarlo de manera razonablemente argumentada. El historiador francés Marc Bloch, muy poco antes de ser fusilado por los nazis en 1944 lo explicó muy bien: el problema no son los hechos o acontecimientos (événements), por supuesto que debemos conocerlos (eso es tan obvio que ni siquiera merecería precisarlo), pero la meta es comprender la presencia del pasado en el presente. Por ello, los acontecimientos recordados que ofrece la memoria no son lo relevante para el historiador. Más bien el hecho histórico relevante es la memoria en sí misma, puesto que no se trata de reconstruir procesos históricos con recuerdos, sino de examinar la vivencia individual y colectiva de la historia y sus efectos sobre los periodos posteriores. Para quien recuerda, los hechos son transformados en experiencias vulnerables por el tiempo. Para quien investiga, los hechos recordados, o las experiencias transmitidas, son rutas para comprender históricamente la memoria e integrarla como dato.
Pero todo ello no debería oscurecer lo esencial: que los ciudadanos son depositarios y herederos naturales de la historia, del recuerdo y la memoria. El olvido es el impedimento de acceso al conocimiento, es único y es sólido y tiene por objetivo que sólo se acepte una versión del pasado, para destruir así la memoria diversa; por eso las dictaduras tienen en el olvido el recurso imperativo y necesario que consolida su cultura, y por tanto su poder y su consenso. La democracia, en su fragilidad, requiere para vivir el acceso de los ciudadanos al conocimiento histórico porque es la única garantía de respeto a la pluralidad de memorias, permite la adquisición de criterios propios y hace a los ciudadanos civilmente más sabios, y por lo tanto más libres. Por esa razón el conocimiento histórico ha sido considerado por muchos estados democráticos como un derecho civil que el Gobierno ha de garantizar y promover. En consecuencia, la presencia de instituciones destinadas a garantizar el derecho de los ciudadanos al conocimiento histórico, no ya del pasado nacional lejano, sino de la devastación humana que sufrió el mundo desde la aparición del fascismo en la década de 1920, y de los genocidios que éste perpetró por razones raciales, ideológicas y culturales, es hoy en día una realidad con prestigio en los principales países de la Unión Europea. Pero también en Estados Unidos y Canadá, en la República Argentina y Chile, en Australia y en Japón. Y también la memoria de las dictaduras se extiende a países como Ruanda o Sudáfrica con la voluntad de explicar la magnitud de los enfrentamientos civiles y los regímenes que los provocaron.
El hecho de que los gobiernos que han erigido estas instituciones memoriales les hayan destinado inversiones importantes, el hecho de que nuevos memoriales, instituciones y proyectos similares se hagan realidad hoy mismo en Europa y en distintos lugares del mundo, prueba la trascendencia y la importancia creciente de estos espacios públicos destinados a convertir la memoria democrática en patrimonio cultural y político colectivo, en un capital ético-político orientado a formar a los ciudadanos en los valores democráticos, explicar el coste histórico de su consecución, honrar a aquella parte de la población que de distintas formas constituyó la resistencia democrática, a respetar y transmitir el recuerdo de las víctimas, y a hacer comprender el cómo y el porqué de los grandes desastres humanitarios perpetrados en la época contemporánea.
Estas instituciones memoriales, cargadas hoy de éxito y prestigio entre los ciudadanos por la dinamización cultural que han generado cuando la gestión ha sido acertada, no se constituyeron, al contrario de lo que pueda pensarse, en los años inmediatos a la posguerra mundial, es decir, en aquellos años en que se erigieron las bases de las democracias actuales, un momento sin duda propicio para iniciar una honda reflexión, explicación y educación sobre el inmenso desastre del fascismo y los costes que tuvo la defensa de los valores democráticos. No fue hasta muchos años después que los gobiernos de los países europeos decidieron constituir instituciones públicas en las que se explicara la realidad del fascismo y la contribución de la Resistencia a la fundación de las democracias de posguerra.
Lo cierto es que la creación de museos y memoriales estuvo plagada de obstáculos, precisamente porque significó un “conflicto de memorias”, especialmente en aquellos países en donde la ocupación encontró no sólo resistencia, sino también una activa colaboración por parte de un muy importante sector del país. El caso de Francia resulta aleccionador para comprender ese tipo de conflicto que ha condicionado –obstaculizado y retrasado– el desarrollo de políticas públicas destinadas a la gestión de la memoria democrática. No se crearon centros públicos de intención memorial en Francia hasta fines de los años ochenta (la mayoría de ellos en los noventa), y los dos más importantes, el de Lyon y el Musée de la Résistance et de la Déportation de Grenoble, no se inauguraron hasta los años 1992 y 1994 respectivamente; es decir, casi medio siglo después de que terminara la Segunda Guerra Mundial y se restaurara la democracia republicana en Francia; un país que no sólo sufrió la ocupación y la guerra civil, sino también la deportación y el expolio, y vio como muchos de sus propios ciudadanos (junto a republicanos españoles) efectuaban una eficaz resistencia a las tropas hitlerianas mientras que otros aceptaban de muy buen grado la colaboración con la Alemania nazi y ejercían una represión ideológica y racial contundente desde Vichy, bajo las órdenes del mariscal Henri-Philippe Pétain. Fue precisamente esa situación la que causó un largo y complejo conflicto en el momento de decidir cuál era la memoria que debían conservar los franceses sobre la etapa de la ocupación y colaboración. No se trataba del papel bélico de Francia en la Segunda Guerra Mundial, sino la conveniencia, o no, de elaborar un patrimonio memorial colectivo: qué debía constituirlo, qué debía decirse del colaboracionismo. Qué efecto podía tener y cómo se integraba en la política que el general De Gaulle iniciaba en 1946 con el objetivo de ofrecer un modelo de unión nacional basado en el eficaz mito político de la France éternelle, pero que se contradecía con la memoria reciente de los últimos combates, delaciones, torturas y muertes de franceses a manos de franceses.
Sin duda, la resistencia a la ocupación fue activa en algunas regiones y su actuación ha sido popularizada en una abundante filmografía además de penetrar en todos los géneros literarios. En cambio, la intervención estatal, la creación de centros públicos destinados a su memoria fue inexistente. Esta ausencia contrasta con el hecho de que a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta aparecieron centros privados instituidos por individuos particulares que habían participado en la resistencia, habían buscado y acumulado objetos diversos y querían exponer a través de ellos la memoria de la resistencia a la ocupación. El estado francés se mostró durante años reticente ante esas iniciativas. Incluso prefirió que fuera la administración local la que llevase adelante los proyectos públicos que aparecieron a finales de los ochenta. Eso sucedía en un país en que la iniciativa del estado en la presentación de los discursos históricos y culturales siempre ha estado presente.
En realidad, el estado francés, en su etapa gaullista siempre consideró que una prudente amnesia era la mejor y más segura actitud. Desde el fin de la guerra no cesaron de aparecer asociaciones de resistentes, deportados, presos de los campos nazis y coordinadoras internacionales, y la hostilidad de los sucesivos gobiernos gaullistas ante ese pujante y activo asociacionismo fue importante y grave.
La voluntad gubernamental de olvidar, omitir o encubrir determinados hechos del pasado nacional debe entenderse por el sentido de culpa asociado al colaboracionismo que se produjo durante la ocupa- ción y que contradecía el mecanismo proyectado por el general De Gaulle para superar aquella culpa: la creación de un mito según el cual toda Francia había participado en la resistencia a la ocupación. Para hacer efectivo ese mito era preciso silenciar u ocultar la historia de la verdadera Resistencia, puesto que cualquier investigación o cualquier representación pública de la resistencia real habría revelado necesariamente el alcance innegable del colaboracionismo. No hay que olvidar que el pragmatismo político indujo a De Gaulle a incluir en la misma administración de posguerra a un gran número de funcionarios públicos de alto nivel que durante la guerra habían colaborado con los nazis, y entre ellos uno de los nombres más tristemente notables es el de Maurice Papon.
Los que habían participado activamente en la Resistencia se sentían desconcertados porque su comportamiento durante la guerra se ponía al mismo nivel que el de los millones de compatriotas suyos que habían colaborado de manera activa o pasiva con los nazis. El rechazo del estado a reconocer las diferencias entre ellos, a negarse a averiguar y exponer el verdadero alcance de la colaboración, y por tanto la contribución substancial de la resistencia antifascista a la restauración democrática y soberana de Francia, se reflejó en la ausencia de proyectos de investigación o museos estatales que afrontaran seriamente esas cuestiones.
En consecuencia, los museos memoriales sobre el antifascismo más antiguos fueron de iniciativa privada y pertenecientes a personas que habían militado en la Resistencia y que voluntariamente y con abnegación exponían la memoria antifascista y su contribución democrática.
El fin del gaullismo, la renovación de las investigaciones, las metodologías, la aparición de una mirada crítica y especialmente la creación del Institut d’Histoire du Temps Présent (IHTP) vinculado al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), coincidió con la nueva formulación museológica de los ecomuseos, una propuesta que sugería la explicación integral e interdisciplinar de las comu- nidades locales. Desde este nuevo punto de vista, la explicación de la Resistencia se hacía a partir de la realidad local que, a la vez, permitía explicar –si se hacía bien– los grandes problemas nacionales. Una de las aportaciones más interesantes en la temática resistente fue la incorporación del paisaje en el conjunto memorial y explicativo de la Resistencia, convirtiendo en patrimonio político colectivo no sólo los hechos, sino también los lugares.
A pesar de los cambios producidos en la estructura de la investigación , la orientación memorial y museográfica y la aceptación de determinadas realidades históricas, el discurso interno que continúa vertebrando el relato exhibido en muchos centros memoriales de Francia que se ocupan del antifascismo mantiene una obstinada y piadosa distorsión sobre la realidad de la participación en la guerra. Por ejemplo, los contenidos de la exposición permanente de uno de los centros memoriales más importantes y con más recursos, el Centre d’Histoire de la Résistance et de la Déportation, de Lyon, financiado por el municipio e impulsado por el ex ministro Raymond Barre, primer teniente de alcalde de la ciudad cuando se inauguró. El Centro está instalado en el edificio que utilizaba la Gestapo en Lyon y donde operaba Klaus Barbie. El emplazamiento es sin lugar a dudas excelente como “lugar de memoria”, y significa una restitución patrimonial importante. El Centro, si bien tiene en muchos casos funciones similares a las de un museo, es también un centro público de documentación y de actividad cultural dinamizada con seminarios, proyecciones, conferencias y congresos, además de ofrecer un espacio a los jóvenes para sus estudios e investigaciones. Si nos adentramos por la exposición permanente del centro –el elemento educativo que más influye en el desarrollo de la memoria popular– penetraremos en una atmósfera destinada a transmitir la opresión de la ciudad durante la ocupación. En cualquier exposición el recurso a las metáforas es importante, y la que utiliza el Centro en el primer espacio de la exposición permanente es el discurso del general De Gaulle el día de la liberación, en concreto el párrafo en que hacía referencia a “Lyon capital de la Galia” y a Vercingetorix. No es una elección inocente, al contrario, puesto que la imagen del guerrero galo que resiste a los invasores romanos es un elemento presente en la construcción identitaria francesa, y por lo tanto, resulta un vínculo eficaz para dar al visitante la primera pauta con la que interpretará el relato propuesto por el Centro: la permanencia a través del tiempo de un carácter y una actitud indómita, aparentemente consubstancial a la condición de francés. Desde este hilo argumental, la sección que trata de la resistencia civil y militar no ofrece sorpresa alguna: cuenta el papel de los ciudadanos franceses en los combates contra el nazismo, ya sea de los resistentes civiles o de los enrolados en el ejército de la Francia libre bajo la autoridad del general De Gaulle. Lo cierto es que el papel otorgado al exiguo ejército de la Francia insumisa resulta muy exagerado. Pero lo interesante es comprobar que ante la ocupación y el colaboracionismo, el mecanismo discursivo del relato consiste en tomar distancia frente a estos hechos, creando un nuevo mito, según el cual, aquellos que colaboraron no eran la verdadera Francia, o no eran “auténticos” franceses. Por lo tanto, una parte de la creación de esta memoria expuesta en el moderno Centro de Lyon incorpora una refutación de la verdad histórica, argumentando que Vichy fue una aberración “afrancesa”, en la medida en que negaba la Francia eterna y los valores republicanos. El Centro de Lyon es un lugar excelente para ver hasta qué punto la incapacidad de enfrentarse al propio pasado daña la memoria de quienes combatieron la ocupación y murieron en los campos de extermino, y falsea la verdad histórica en nombre, no de una reconciliación civil, sino de una unidad nacional existente tan solo en la fantasía política, pero no en la realidad histórica.
A menudo se arguye que, para poder tratar temáticas tan delicadas como las que han enfrentado hasta la muerte a los ciudadanos, hay de que dejar que transcurra el tiempo para que la distancia de los años permita su objetivación. En realidad, la argumentación sobre la “necesaria” distancia temporal para la comprensión histórica y, sobre todo, para su transmisión y divulgación entre los ciudadanos, lo que hace es relegar los acontecimientos a un pasado que se considera cerrado, agotado, y en la práctica significa la ruptura entre pasado y presente, la no-continuidad entre lo uno y lo otro, una ruptura que no existe en la vida y que, por lo tanto, se transforma en olvido de los hechos y procesos, o en su encubrimiento, y sitúa la memoria en una excelente posición para la manipulación política. La distancia temporal no produce un conocimiento mejor, sino un conocimiento diferente. Y lo que a veces se gana con nuevas informaciones pierde la riqueza de la vivencia y el testimonio. La invocación al transcurso del tiempo y a la distancia para poder hacer frente a la historia reciente y dolorosa en nombre de la objetividad es en realidad –lo es siempre– una simple operación ideológica destinada a elaborar otra versión de los hechos, o encubrirlos, o banalizarlos.
Desde esa perspectiva la aportación del Musée de la Résistance et de la Déportation de Grenoble resulta espléndida. Su exposición temporal y sus programaciones culturales pretenden explícitamente asegurar la vigencia de los valores de la Resistencia (libertad, justicia, solidaridad) explicando a las nuevas generaciones cómo fue vivida la Segunda Guerra Mundial en los Alpes del Delfinado –su territorio–, y cómo un puñado de ciudadanos se comprometió a liberar la región de la ocupación hitleriana. Así pues, en este proyecto confluyen dos formas de abordar la historia: la del testimonio vivido y la de la gestión profesional del patrimonio histórico. La voz del conservador, mediador entre la memoria y la ciencia, resulta indispensable para hacer de la memoria fragmentada y conflictiva de la Resistencia un patrimonio colectivo asumible por el estado francés.
Las contradicciones y divergencias ideológicas, la multiplicidad de respuestas ciudadanas (desde el silencio a la delación, desde el inconformismo a la lucha armada) están integradas en el discurso para superar definitivamente el mito de una Francia sublevada en masa contra el fascismo. De ese modo el conflicto queda neutralizado por la reivindicación de los valores republicanos como cemento nacional creador de consenso: todos los resistentes tenían un enemigo común –el fascismo– y compartían los mismos valores políticos, los de la República francesa heredados de la Revolución de 1789.
A fines de los años setenta, las generaciones más jóvenes de la República Federal de Alemania –los nacidos después de la guerra y a principios de los años cincuenta– manifestaron su descontento con los partidos parlamentarios convencionales y un deseo de saber más cosas acerca del Holocausto y de otros genocidios que formaban parte de la historia de su país. En esos años los debates se centraron en las cuestiones sobre la responsabilidad y la culpabilidad. Esta nueva situación llevó a que los responsables de la política cultural y los museos, bajo una presión mediática muy importante, se plantearan la necesidad de desarrollar un nuevo tipo de museo, centro o memorial que hiciera frente a la nueva demanda. Fue también a fines de los setenta y principio de los ochenta cuando la República Democrática Alemana empezó a homenajear la memoria de los judíos asesinados por el nazismo, pero a diferencia de lo que sucedía en el Oeste, nunca se planteó la petición de responsabilidades y reparaciones.
Los movimientos de la RFA reivindicaron la existencia de centros de documentación y la creación de una institución que promoviera el conocimiento de la historia del Tercer Reich. También reivindicaban la conservación de espacios y edificios históricamente vinculados a la memoria del terror nazi. La fuerza de su movilización logró la preservación de un lugar realmente emblemático para la memoria universal de la represión: el Prinz-Albrecht Gelände, un espacio de sesenta y dos mil metros cuadrados de la ciudad de Berlín en el que se había ubicado la mayor concentración de la planificación del terror nazi entre 1933 y 1945. Una concentración de poder nada habitual establecida en un espacio relativamente reducido.
La presión de aquel movimiento ciudadano consiguió que en 1986 se iniciaran los trabajos de recuperación de los vestigios. Realmente este espacio conocido tenía una historia preparada para el olvido. Al acabar la guerra, los edificios que habían sido ocupados por la plana mayor de la Gestapo, SS, SD, la Oficina Central de Seguridad del Reich, y otros organismos, fueron dinamitados. El material del derribo permaneció muchos años en el mismo sitio; la historia del lugar se ocultó y se proyectó ubicar allí un autódromo y una planta de reciclaje de desechos. La presión ciudadana de los años ochenta evitó esos proyectos y forzó la recuperación histórica del lugar desolado en el que, tras efectuar las primeras investigaciones arqueológicas bajo las ruinas acumuladas desde el fin de la guerra, aparecieron túneles, vestigios de cimientos, basamentos de muros y, sorprendentemente, las paredes de hormigón de algunas celdas que habían resistido la dinamita y el tiempo. En 1987, con motivo de la celebración del 750 aniversario de la fundación de la ciudad, se realizó en el “terreno” de Prinz-Albrecht la exposición temporal titulada “Topografía del Terror”, en la que por primera vez se exhibían los documentos generados, precisamente, en los edificios que habían ocupado aquel espacio. Se arreglaron provisionalmente los sesenta y dos mil metros cuadrados del terreno, con un loable esfuerzo por devolver la importancia histórica a aquel lugar, pero sin ocultar las señales que había dejado la posguerra, sino más bien utilizándolas como un suplemento geográfico complementario. El terreno fue presentado como una herida abierta en la ciudad, como un lugar particular que invitaba a reflexionar sobre las premisas y las consecuencias del nazismo exponiendo, con sus propios archivos, la organización de sus instituciones, sus estructuras políticas, su modelo social y las consecuencias inhumanas de sus actividades. Se levantaron plataformas sobre montones de escombros que permanecían allí desde la voladura de los edificios y que permitían ver a los visitantes un panorama del conjunto del terreno y apreciar su posición en el centro de la capital. En definitiva fue aprovechado para explicar globalmente el nazismo, por primera vez, en Alemania. El éxito de la exposición hizo que el gobierno del Land de Berlín tomara la decisión de transformarla en permanente, mantener el pabellón que contenía su parte central y proyectar un gran centro de documentación en aquel lugar bajo la dirección de la recién creada Fundación Topografía del Terror.
Tras la caída del muro todo cambió en Berlín; la ciudad perdió su carácter de islote apartado para convertirse en la capital de una Alemania reunificada. Para calmar el temor de los países vecinos, que en el debate de reunificación desconfiaban de una Alemania reunificada y fuerte, y para mostrar que Alemania había aprendido bien la lección de su historia, el gobierno puso en marcha una política de gestión de la memoria concretada en intervenciones conmemorativas de gran alcance que coincidieron con las peticiones del movimiento que vindicaba el derecho a la conservación , el conocimiento y la difusión de la historia de su país en la época hitleriana. El gobierno definió tres grandes proyectos conmemorativos, todos ellos puestos en marcha por iniciativas particulares en Berlín Oeste antes de la caída del muro: el Museo Judío, el Monumento Judío, y la Topografía del Terror.
Los tres proyectos tienen en común que recuerdan a las víctimas de los crímenes alemanes; los tres se encuentran en el centro de la ciudad; la historia de los tres empieza en Berlín Oeste; los tres son resultado de iniciativas privadas y de la fuerte presión social, y en los tres casos el gobierno se ha implicado en ellos tras la reunificación.
Pero existen importantes diferencias entre los tres. Mientras que el Museo Judío es ya una realidad reciente y el Monumento Judío tiene su financiación asegurada por el gobierno alemán, el futuro de la Topografía del Terror es incierto debido a la naturaleza faraónica del proyecto arquitectónico y su altísimo coste que las autoridades aceptaron con imprudencia a juzgar por las consecuencias, y especialmente si se tiene en cuenta que en aquellos momentos se iniciaban los otros dos proyectos con unos costes también elevadísimos.
Pero lo cierto es que el Gobierno alemán ha dado prioridad a la financiación tanto del Museo Judío, como del Monumento Judío. En cambio, la Fundación Topografía del Terror funciona desde hace algo más de una década y ha adquirido un renombre y prestigio indudables, pero mientras los dos primeros versan sobre las víctimas del Holocausto, la Topografía se ocupa de todas las víctimas del Tercer Reich y, especialmente, de los responsables de los crímenes nazis. Sin duda son estos últimos elementos los motivos de fondo que han hecho que el gobierno diera prioridad al Museo y al Monumento por delante de la Topografía, a pesar de su tradición y el prestigio de su actividad.
En cualquier caso, la experiencia alemana, como en el caso de la francesa, explicita que la presión de la demanda social ha sido el elemento dinamizador básico para efectuar una política memorial, y que independientemente de sus contenidos –deudores de distintas necesidades y condicionantes políticos– los respectivos gobiernos han destinado recursos y grandeza a los proyectos, iniciando en la Unión Europea un período de monumentalización y museización del antifascismo y de los crímenes del fascismo que sigue extendiéndose por el continente con la apertura de nuevos centros y la aprobación de proyectos públicos memoriales que buscan tanto la eficacia como la solemnidad conmemorativa en la arquitectura y que se están convirtiendo en centros de atracción internacional importantes por su dimensión político cultural.
En lo que a Italia se refiere, durante la inmediata posguerra las asociaciones de antiguos partisanos dedicaron esfuerzos políticos y culturales ingentes a demostrar la legitimidad de su lucha, la necesidad de la Resistencia debida a la opresión insostenible y a sus gravísimos costes humanos durante el fascismo y la ocupación alemana. Pero en el contexto político de posguerra, la salvaguardia de la memoria de la resistencia se hizo cada vez más problemática por las presiones del centro derecha aglutinado al entorno de la Democracia Cristiana, y por lo tanto su recuerdo se confirmó y circunscribió en el culto a los caídos, las víctimas, las placas y las estelas funerarias que colocaban parientes y amigos en todo el territorio. Sin embargo consiguieron también crear un nuevo discurso fundacional del país presentando la lucha y el período de la Resistencia como un “segundo” Rissorgimento gracias a su actividad incesante, al apoyo de los partidos e intelectuales de la izquierda y sobre todo, al acceder al gobierno durante los años sesenta una coalición de centro izquierda. Fue el tiempo en el que los antiguos museos del Rissorgimento, que glosaban el proceso de unificación italiana, y que se hallaban presentes en todo el territorio, ampliaron sus exposiciones permanentes incorporando la era del fascismo y vinculando la acción resistente a la tradición democrática del movimiento garibaldino presentando de ese modo la Resistencia antifascista como su heredera política nacional. Lo cierto es que si se produjeron esos cambios fue por un empuje social bastante in- tenso “desde abajo” que por otra parte se reflejaba cada vez más en los resultados electorales y en la intensificación de una incesante acción simbólica a través de conmemoraciones, peregrinaciones, encuentros rituales cerca de los lugares de las tragedias que reclamaban una, cada vez mayor, presencia institucional en la gestión del duelo y la memoria. Esta presión quedó primero reflejada en los antiguos museos del Rissorgimento, pero manteniendo un estilo museográfico poco innovador, poco comunicativo, si bien es cierto que se efectuaron algunas actuaciones realmente notables en los años setenta, como el Museo al Deportato de Carpi, y especialmente, el conjunto Civico Museo della Risiera di San Sabba, en Trieste, inaugurado en 1975.
La Risiera, junto con Ferramondi y Fossoli, representa la prueba real del terror nazi. Además, si bien el resto de campos de concentración que hubo en Italia han sido modificados y prácticamente sólo quedan restos de ellos, La Risiera ha mantenido casi invariable su estructura original, y, por ello, constituye un documento importantísimo para la historia de la guerra y la ocupación. Lejos de ser exclusivamente un monumento, el proyecto de restauración y museización previó también las funciones de centro informativo y de interpretación del conjunto de la región de Friul-Venecia-Julia.
Por otra parte, los países europeos que durante los años de la Segunda Guerra Mundial sufrieron la ocupación alemana, y que desde el reparto geopolítico impuesto por la Guerra Fría se mantuvieron bajo la tutela económica, política y cultural de la URSS, garantizada por dictaduras parecidas hasta el proceso democratizador iniciado con la caída del Muro de Berlín, han tenido que afrontar un reto nada sencillo a la hora de tratar su tortuosa historia contemporánea y el sufrimiento provocado por las dictaduras imperantes.
Hay casos singulares como el de Polonia. Singular en la medida en que dispone de uno de los enclaves testimoniales más emblemáticos de los crímenes del nazismo, el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, constituido desde 1947 en Memorial y museo, como el de Ravensbrück en Alemania, o el de Mauthausen en Austria, y otros repartidos por la Europa Central y Oriental. La fuerza de Auschwitz-Birkenau reposa en dos elementos: la potencia emocional inigualable del lugar con sus equipamientos, y una intensa programación educativa de alcance internacional. No obstante, sorprende que Polonia, siendo el país en que la oposición a la dictadura fue más activa en los años inmediatamente anteriores a la caída del muro, y donde sus movilizaciones tuvieron un importantísimo papel en la caída del régimen, solamente haya dedicado esfuerzos a la construcción del Museo de Historia de los Judíos Polacos en Varsovia, de titularidad privada y financiado y dirigido por el Instituto Judío de Polonia, que efectuó una inversión económica extraordinaria en el edificio, construido por el arquitecto Frank Gehry e inaugurado en 1999; un museo que describe la riqueza cultural de los judíos polacos, pero que detiene su recorrido ni más ni menos que en 1944.
La polémica más reciente en torno a los museos memoriales procede de la Casa del Terror, el nuevo museo inaugurado en febrero de 2002 en Budapest, para ofrecer a los ciudadanos húngaros el conocimiento de su pasado reciente.
Instalado en el nº 60 de la avenida de Andreassy, el edificio es un lugar de triste memoria para los ciudadanos, ya que las autoridades nazis reunían y torturaban en ese edificio a los judíos del país antes de que fueran definitivamente deportados, con la plena colaboración del gobierno húngaro, aliado de la Alemania nazi desde 1940. El museo es una asociación de salas con nombres truculentos –“Sala de las lágrimas”, “Sala del dolor”, “Cámara de torturas”, etc.– que advierten sobre la opción del discurso, inmerso en una escenografía eficaz y moderna, con recursos audiovisuales tan abundantes como retóricos: bandas sonoras con gritos de torturados, golpes imaginarios a los prisioneros, el ruido de cuerpos al caer en las aguas del Danubio… y la absurda vinculación entre la ocupación alemana y la resistencia partisana.
No es un museo educativo, con opciones abiertas y presencia de la diversidad historiográfica, sino vocacionalmente cerrado y que, por tanto, necesita también ocultar, en vez de exponer y confrontar, como demuestra el débil tratamiento del genocidio judío y la omisión de la lucha partisana contra el gobierno pro-nazi y la presencia alemana en el país.
Pese a que la Casa del Terror fue inaugurada por el primer ministro Viktor Orban, del partido conservador, las quejas aparecieron también desde las filas de su propio partido, debido a la evidente chapucería que establece la línea cultural de la exposición permanente, que vincula el nuevo período histórico, iniciado en 1957, con las décadas siguientes sin ningún tipo de matiz, como un pasado absolutamente monolítico. En definitiva, lo que prueba el museo es la incapacidad del gobierno de aproximarse históricamente a su pasado, actuando en cambio como podía haber hecho cualquier museo de la dictadura. La inquietud generada entre historiadores, distintos intelectuales y parlamentarios no sólo de la oposición, sino del propio partido gobernante, provocó que el 17 de diciembre de 2003 el parlamento solicitara la clausura del museo. La respuesta del gobierno fue lamentable: en vez de suspender su actividad temporalmente para reformarlo, buscando el equilibrio necesario entre público, dirección y autoridad política y cultural, ha optado por reducir en 50 % su financiación, lo cual ha conducido a la institución al colapso sin replantear los problemas de fondo de una institución memorial tan necesaria. La Casa del Terror de Budapest es una advertencia para aquellas administraciones que en los equipamientos culturales históricamente sensibles sólo ven la utilidad de transmisión de su propia opción ideológica.
En lo que a Rusia se refiere, el único equipamiento memorial de envergadura que existe hoy es el Museo Gulag de Perm 36.
Perm 36 es el nombre del último campo de prisioneros que formaba parte del sistema carcelario soviético conocido con el nombre de “gulag”. Situado al oeste de los Urales, en el distrito de Kuchino, no fue clausurado hasta 1987. Desde aquella fecha, la activa asociación rusa independiente denominada Memorial, que reúne a historiadores, antropólogos, escritores etc., y que desde los comienzos de la perestroika y la glasnost se esforzó en que no se perdieran ni documentos ni vestigios ni pruebas del régimen estalinista, presionó y consiguió que Perm 36 se constituyese en el actual Museo Memorial de la Historia de la Represión Política. De hecho, Perm 36 era el único campo de prisioneros del sistema gulag que todavía estaba en buenas condiciones debido a su tardía puesta en funcionamiento, mientras que de los demás poca cosa quedaba ya. En 1989 las televisiones de Estonia y Ucrania emitieron dos reportajes de los espacios de la denominada zona de seguridad del campo. Pocos días después de la emisión, las instalaciones de Perm 36 fueron deliberadamente atacadas: las verjas destruidas, las torres derribadas, pisos y ventanas destrozadas y las puertas arrancadas. A raíz de este ataque vandálico, la asociación Memorial consiguió financiación privada para restaurar el campo y convertirlo en museo con el objetivo de mantener vivo el recuerdo de la represión política y organizar la investigación y las actividades educativas. En 1998 el campo era felizmente inaugurado como un equipamiento político-cultural más. Sin embargo, la indiferencia de los sucesivos gobiernos rusos, y la obsesión de la asociación Memorial por la independencia de toda gestión pública del museo, hicieron que Perm 36 fuera reconstruido sorprendentemente por técnicos del Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos, y su financiación hasta hoy ha corrido a cargo del American Jewish World Service (AJWS), con sede central en Nueva York, que, al no encontrar –lógicamente– referencias al holocausto judío detuvo drásticamente el presupuesto de restauración. De tal manera que hoy el valor de Perm 36 descansa tan solo en la potencia incuestionable del espacio y su arquitectura, pero no en lo que es propiamente museo, que reúne algunos objetos y realiza pequeñas exposiciones temporales en las instalaciones del campo. Por otra parte, la importante labor de investigación que debía ser financiada por el AJWS, quedó, hasta hoy, prácticamente paralizada.
Fuera de Europa, el referente Memorial más importante del genocidio nazi se halla en los Estados Unidos. En 1993 se inauguró en Washington el United States Holocaust Memorial Museum. Los impulsores más decididos y visibles de la institución habían sido, ya desde mediados los años ochenta, Elie Wiesel y el presidente Jimmy Carter. En la declaración fundacional, redactada por Wiesel, se insistía en que debía ser un museo “viviente”, que explicara cómo y por qué el Holocausto había sido posible, pero que no se encerrara en el análisis y exposición del pasado exclusivamente, sino que vinculase su programación y actividad al análisis y denuncia de los genocidios contemporáneos porque, según afirma el texto del acta fundacional:
“un Memorial insensible al futuro, violaría la memoria del pasado”.
Uno de los temas que condicionaron la exposición permanente del Memorial del Holocausto fue si debía hablar sólo de los judíos. En su informe al presidente Carter, Wiesel estableció el punto de vista que finalmente ha tomado la institución: si bien todos los judíos habían sido víctimas, no todas las víctimas habían sido judías. En consecuencia la exposición describe la persecución del conjunto de víctimas del nazismo. Así, los discapacitados físicos y mentales, los gitanos, testigos de Jehová, polacos, homosexuales o disidentes políticos, tienen su sitio en el Memorial, si bien con una presencia muy inferior a la de los judíos.
Durante los primeros años de la creación del Memorial, la polémica se centró en el tema común de otras instituciones parecidas. Se trataba de decidir si su exposición estable –pieza central de la institución– debía tener carácter narrativo y si la presentación debía basarse en una colección de piezas, en objetos o en la narración histórica. Este dilema realmente falso, aunque recurrente en aquellos años, fue superado y los objetos han acabado siendo el centro de una narración historicista que sobrevive gracias a la impresionante potencia de medios y a unos espectaculares recursos museográficos. En cualquier caso, la exposición tiene una loable obsesión: insistir en la identidad específica, en la singularidad de cada una de las víctimas. Esa actitud permite explicar – y conjurar– el núcleo universal de toda política represiva genocida: la desposesión de humanidad, de nombre, de identidad de las víctimas; y explicar el porqué y el cómo se hizo. La impresionante Torre de los Rostros tiene esa misión y se considera el gran símbolo del Memorial. Es una inmensa estructura que expone mil doscientos retratos. Retratos de familia de las personas que vivían en una pequeña localidad polaca y que fueron aniquiladas en cuarenta y ocho horas. Son retratos que festejan acontecimientos corrientes: una merienda, un grupo de amigos, una boda, una fiesta popular, muchachos corriendo en motocicletas, grupos de vecinos descansando sonrientes… Al cruzar la Torre, el visitante se encuentra con la narración documentada de lo que sucedió en aquella misma localidad con la entrada de las tropas hitlerianas: la devastación.
La elección del Memorial es atestiguar que fue cometido un crimen contra la humanidad, mostrar cómo se cometió y presentar las pruebas para que nunca jamás sea olvidado. Con ese objetivo el guión de la exposición son los métodos y los efectos del genocidio moderno, un objetivo sintetizado en la inscripción esculpida en granito a la entrada del edificio:
“Por los muertos y por los vivos, nosotros debemos ser testigos.”
Un proceso muy distinto al europeo y al estadounidense ha sido el de los países latinoamericanos que sufrieron regímenes dictatoriales en los últimos veinte años del siglo XX, en especial Chile y Argentina. La diferencia deriva en el hecho de que los procesos de transición en esos países tuvieron como verdadera piedra de toque la problemática de los derechos humanos. Fue ese contexto el que determinó la creación de Comisiones de la Verdad en estos países, y los informes de dichas Comisiones llegaron a alcanzar carácter fundacional en el proceso de reconstrucción de la memoria colectiva al tener por objetivo “la investigación, la revelación, el registro y la publicidad de las más graves violaciones de los derechos humanos”.
En Argentina la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) creada en 1983 fue la primera experiencia de ese tipo y se convirtió en precedente y referencia en toda la región. Documentó casi nueve mil casos de desapariciones en el llamado “Informe Sábato”, y presentó públicamente los resultados de su trabajo a través de un programa especial de la televisión pública, en julio de 1984, y la publicación del libro Nunca Más.
En Chile, la Comisión de Verdad y Reconciliación redactó el llamado “Informe Rettig”, leído por el presidente de la República, Patricio Aylwin, en una cadena nacional el 4 de marzo de 1991. La lectura incorporó un hecho nuevo: Aylwin pidió perdón públicamente a las aproximadamente tres mil víctimas de la dictadura. Desde entonces nadie podía alegar desconocimiento sobre la violación de los derechos humanos ya que tomó naturaleza de verdad oficialmente reconocida. Ello permitió la edificación de un gran muro en el cementerio general de Santiago con los nombres de las víctimas. En consecuencia, los que hasta entonces habían sido definidos por la dictadura como terroristas, delincuentes, criminales o fugitivos, fueron reconocidos como víctimas del estado.
Los informes de las Comisiones de la Verdad, aunque no tenían carácter vinculante, sí tuvieron efectos judiciales inmediatos. Primero en Argentina, donde en 1985 se llevó a cabo el juicio contra los jefes que formaron las juntas militares. Sin embargo, el resultado condenatorio de aquel proceso fue mediatizado posteriormente por las llamadas leyes de Punto y Final (1986), de Obediencia Debida (1989), y por el indulto del mismo año que permitió la liberación de los cinco ex jefes militares condenados por sus responsabilidades en la violación de los derechos humanos.
En Chile, la amnistía de 1978 impidió la investigación sobre cualquier delito cometido entre 1973 y 1978. Esta situación no cambió hasta que en el contexto de la detención de Augusto Pinochet en Londres, el Tribunal Supremo hizo una interpretación de la ley de amnistía de 1978 que posibilitó la investigación, el juicio y la condena de los responsables de delitos amnistiados pero considerados imprescriptibles, como el de secuestro permanente de personas en referencia a los desaparecidos.
Estas dinámicas, en contextos de fuerte polarización política, han supuesto la judicialización de los procesos históricos y la individualización de las responsabilidades por la acción de las dictaduras, sin que se haya producido una condena política formal de los regímenes dictatoriales anteriores por parte de las nuevas instituciones democráticas, como en cambio sí se han producido en España; condena que legitima institucionalmente una política oficial de recuperación de la memoria democrática.
Sin duda, los informes de las Comisiones de la Verdad generaron un intenso debate político-social, de actuaciones de búsqueda de la verdad y de la justicia, alcanzaron una dimensión de condena ética que impide cualquier negación de los crímenes o cualquier relativismo político-moral en cuanto a lo que fue el terrorismo de estado, y han actuado como registros incontestables de los infiernos de crueldad inherentes a las dictaduras.
Sin embargo, en ese contexto, la acción política oficial no ha significado el impulso y la creación de museos o de memoriales democráticos. De hecho, hasta el anunció en marzo de 2004 de la inauguración del Museo de la Memoria en el antiguo edificio de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) por parte del presidente argentino Néstor Kirchner, no se había realizado ninguna acción institucional. Debe tenerse en cuenta que esta decisión política del presidente Kirchner venía precedida de una intensa presión social iniciada en 1984 cuando, desde la Fundación Memoria Histórica y Social de Argentina, se había propuesto la creación de la Casa del Desaparecido que no se llegó a concretar. De hecho, el contexto de judicialización política actuó como freno a iniciativas de ese tipo, pese a la presión social de organismos de derechos humanos y asociaciones como Memoria Abierta que, posteriormente, han tenido un protagonismo destacado.
Autor: Cambó