
Teorías de Evolución de la Vida
Quedan ya muy lejos las polémicas que se derivaron de la publicación, en 1859, de El origen de las especies de Charles Darwin (1809-1882) hasta el punto que la teoría de la evolución es, hoy, la verdadera columna vertebral de las ciencias de la vida. Sin ella, la biología actual sería un caos de datos sin apenas sentido alguno. No obstante, las explicaciones evolutivas de la vida siguen siendo objeto de debate, debido principalmente a su carácter histórico, que no permite la validación de algunas de las hipótesis al respecto con los mismos criterios propios de aquellos aspectos auténticamente contrastables de las ciencias experimentales. Existen, además, algunos puntos oscuros o, mejor, controvertidos, los cuales, como veremos, son objeto de discusión en la actualidad; como es el caso, por ejemplo, del saltacionismo y del equilibrio puntuado.
En cualquier caso, una correcta comprensión del fenómeno evolutivo implica deslindar con precisión las pruebas de los hechos y de los mecanismos.
Tal como es entendida actualmente, y por decirlo de forma esquemática, la evolución de los organismos se produce –juntamente con la acción de otros mecanismos– por la acción de la selección natural sobre las diferencias hereditarias que surgen, de forma aleatoria, en cada generación, de manera que aquellas que confieren a sus portadores una mayor adaptación al medio se multiplican, mientras que las perjudiciales tienden a ser eliminadas. El hombre –como especie biológica que es– es fruto asimismo de ese proceso evolutivo. En efecto, el Homo sapiens se originó a partir de antepasados del grupo de los hominoideos o antropomorfos, pertenecientes al orden de los mamíferos primates, por un proceso denominado hominización que tuvo lugar en tiempos geológicos muy recientes y ha comportado, básicamente, cambios en la dentición, la adquisición de la posición erecta permanente y el aumento de la capacidad y la complejidad del encéfalo.
El resultado de los millones de años de evolución es una biosfera constituida por seres vivos adaptados al medio en el que viven. Es decir, adecuados en sus características anatómicas, fisiológicas y etológicas (de forma, de funcionamiento y de conducta) al ambiente en el que viven. Esta adaptación, fruto de la selección natural es, por tanto, cuestión de supervivencia. Así, por ejemplo, suele decirse que si el topo está adaptado a la vida subterránea (por medio de sus extremidades anteriores excavadoras) y tiene, en consecuencia, modificados sus órganos de los sentidos, y el pez lo está a la vida acuática (por su forma hidrodinámica, su vejiga natatoria, la línea lateral que le permite captar la composición química del agua...) es por que esta manera de ser les ha permitido sobrevivir, colonizar sus respectivos hábitats y dejar descendencia.
Sin embargo, la adaptación no es algo estático. Se produce de forma continua. Si el ambiente cambia, es preciso adaptarse de nuevo. Los seres que lo consiguen, medran y continúan dejando descendientes; los que no, se verán abocados al desastre, aun en el caso de que en el pasado hayan abundado.
Si aparece un ambiente nuevo, como por ejemplo una isla emergida después de una erupción volcánica, un prado allí donde un incendio ha destruido el bosque, etc., muchos organismos pugnan por instalarse en él, pero solamente los que pueden adaptarse a sus determinadas condiciones ambientales lo consiguen. No obstante, como han puesto de relieve las críticas al adaptacionismo extremo (y, entre ellas, como veremos, las de los partidarios del neutralismo), es preciso no caer en la exageración de pensar que todo, en el mundo orgánico, es adaptativo. Muchos caracteres no lo son porque se trata, de hecho, de rasgos indiferentes que se mantienen por causas distintas a la selección natural, como pueden ser, probablemente, el ligamiento entre los genes o la deriva genética.
La visión actual del hecho evolutivo, basada en la aportación inicial de Darwin, arranca de un cúmulo de nuevos datos reunidos, durante las décadas de 1930 y 1940, fruto del trabajo de un conjunto de naturalistas, entre los cuales es preciso destacar al genetista Theodosius Dobzhansky, el zoólogo Ernst Mayr, el paleontólogo Gregor G. Simpson y el biólogo Julian Sorell Huxley. La refundación del pensamiento evolutivo basada en sus aportaciones recibe el nombre de teoría sintética o neodarwinismo. De forma muy resumida puede esquematizarse en los siguientes puntos:
los genes –las unidades de la información genética, constituidos por ADN (ácido desoxirribonucleico)– son los elementos determinantes de los caracteres sobre los que actúa la evolución;
las mutaciones –cambios aleatorios de la estructura de los genes– constituyen el origen (son la causa) de la variabilidad;
sobre esta variabilidad genética actúan la selección natural, así como otros factores evolutivos (deriva genética, migración, flujo genético, etc.), consecuencia de la presión de adaptación que sobre los organismos ejerce el medio en el que viven;
la estructura y la distribución de las poblaciones –que constituyen las unidades evolutivas– son de una gran importancia para la aparición de nuevas especies En ambientes diversos, sometidos a presiones de adaptación diferentes, la influencia de los numerosos factores evolutivos será diversa, conduciendo a las poblaciones hacia direcciones distintas;
el aislamiento, el reproductor especialmente, tiene asimismo un papel clave en la especiación o aparición de nuevas especies por cuanto, al dificultar la mezcla, favorece la diversificación de la constitución genética de las distintas poblaciones.
Asimismo, las teorías actuales de la evolución tienen en cuenta los conocimientos más recientes procedentes de la biología molecular y, de igual modo, a los derivados de otras disciplinas más clásicas como la paleontología.
A partir de los primeros, se han originado desde la década de 1960 nuevas formulaciones como la teoría neutralista del genetista japonés M. Kimura y la teoría del equilibrio puntuado de los paleontólogos norteamericanos Stephen J. Gould y N. Eldredge. Estos últimos sostienen, junto a otros autores, que el ritmo de la evolución no es continuo. Al contrario, parece acelerarse en determinados momentos y situaciones en los que se producen cambios importantes a un ritmo vivo. Muchos biólogos creen que es posible, sin embargo, que estas teorías sólo sean aparentemente contradictorias con la teoría sintética de mediados de siglo XX y probablemente puedan ser integradas en ella dando lugar a una evolución en mosaico, con cambios de ritmo evolutivos y genes y períodos de tiempo estables y, otros, por el contrario, susceptibles de cambios más súbitos. Y suponiendo, al mismo tiempo, la existencia de factores de evolución diversos además de la selección natural, que sigue siendo, de entre todos los mecanismos evolutivos, el más estudiado y el mejor comprendido.
Las ideas evolucionistas al respecto del mundo orgánico son muy antiguas; aparecen ya en las obras de algunos filósofos de la Grecia clásica, como Anaximandro (611-547 a. de J.C.) o Empédocles (492-432 a. de J.C.). Sin embargo, tales asertos no pasan de ser interpretaciones dinámicas del mundo, simples especulaciones mentales sin base material. La concepción evolutiva del mundo vivo –el evolucionismo, teoría de la descendencia o transformismo, como también se decía entonces– es el producto intelectual de los siglos XVIII y XIX y, en particular, de la notable acumulación de conocimientos que, sobre los seres vivos, consiguieron reunir los científicos de aquella época. Si bien un buen número de los naturalistas de tales siglos estaban más o menos íntimamente convencidos del hecho evolutivo, no dieron de él ninguna explicación satisfactoria.
Una cosa es la concepción evolucionista del mundo vivo de que hicieron gala y otra la explicación razonable del funcionamiento de esta evolución y de sus mecanismos.
Entre los primeros naturalistas partidarios del transformismo es preciso mencionar, en el siglo XVIII, a los franceses Maillet, Buffon y Maupertuis, junto con el inglés Erasmus Darwin (abuelo de Charles R. Darwin). Ya en el siglo XIX, merecen asimismo mención los ingleses H. G. Wells, H. A. Prichard y R. Chambers, y, muy especialmente, el francés Lamarck.
Aunque es básicamente erróneo, el planteamiento del francés Jean Baptiste de Monet, caballero de Lamarck –que hizo público en 1809 en su obra Filosofía zoológica–, supone, cronológicamente hablando, el primer intento global y medianamente razonable de dar cuenta de los hechos y de los mecanismos. En síntesis, sus ideas podrían resumirse así:
Todos los seres vivos son producciones de la naturaleza, que los ha formado a lo largo del tiempo.
La naturaleza vuelve a empezar cada día formando directamente los organismos más simples; es decir, por generación espontánea.
Una vez originados los primeros esbozos de animales y vegetales, en circunstancias propicias, la misma vida –que tiene la propiedad inherente del progreso–, juntamente con la influencia del medio, hace progresar estos organismos hasta las formas superiores.
El uso frecuente y sostenido de un órgano lo desarrolla lentamente en proporción a su misma utilización. De la misma manera la falta de uso lo debilita progresivamente y acaba por hacerlo desaparecer.
Todo aquello que la naturaleza ha hecho adquirir o perder bajo la influencia del medio, y por tanto del uso y el desuso, se conserva a través de las generaciones sucesivas (herencia de los caracteres adquiridos).
Ni la generación espontánea, ni la ley del uso y el desuso, ni la herencia de los caracteres adquiridos tienen verosimilitud alguna. Sin embargo, en los tiempos de Lamarck la genética no existía, de modo que éste tuvo que contentarse con las suposiciones vigentes en torno a la “generación” de los organismos (el propio concepto de reproducción no aparece claramente formulado en la historia de la biología hasta bien entrado el siglo XIX, en estrecha relación con la observación microscópica de los gametos).
Por otra parte, tampoco se puede negar al razonamiento de Lamarck un cierto atractivo (cuanto menos resulta muy cómodo) y, en cualquier caso, a Lamarck es preciso reconocerle su esfuerzo por intentar explicar la cuestión y el hecho de haber puesto de manifiesto la enorme influencia del medio sobre los seres vivos, aunque, por supuesto, no actúe del modo que él suponía (a pesar de haberlas buscado, ningún científico ha conseguido hallar pruebas de la existencia u operatividad de los citados mecanismos lamarckianos).
No obstante, los hechos son a veces tozudos y a pesar de su invalidez y de todas las limitaciones anteriormente expuestas, el pensamiento lamarckiano sigue teniendo una cierta vigencia; ya sea porque algunas personas entienden la evolución de esta manera, ya sea, tal vez, porque la explicación evolutiva en función de los mecanismos de la mutación, de la selección natural y de la variabilidad natural sea algo más compleja y, por ende, menos acomodaticia.
Como es sabido la primera formulación completa y, en líneas generales, correcta de la evolución de los seres vivos fue propuesta por Charles R. Darwin en su obra El origen de las especies (1859) a raíz de los descubrimientos y reflexiones que le proporcionó su viaje de casi cinco años de duración (27/12/1831-2/10/1836) a bordo del Beagle, durante el transcurso del cual realizó estudios que ejercieron una poderosa influencia sobre el desarrollo posterior de su pensamiento, como en el caso de la observación de la flora y la fauna del archipiélago de las Galápagos.
Tal como han puesto claramente de manifiesto los estudios biográficos, éstas y otras observaciones le sirvieron para acabar de perfilar las ideas que, basándose en sus lecturas, rondaban por la cabeza del joven Darwin desde un tiempo antes de embarcar. Entre las lecturas que influyeron en el desarrollo posterior de su pensamiento se cuentan la obra de Malthus Primer ensayo sobre la población (1798) y, sobre todo, los Principios de Geología (1830) del escocés Charles Lyell, partidario del denominado actualismo. Basta con suponer –venía a decir Lyell– que son las mismas causas que actúan (de ahí el término) en el presente las que lo han hecho durante períodos muy largos de tiempo, para explicar así los cambios que han tenido lugar en la superficie terrestre sin necesidad alguna de recurrir a cualquiera de las teorías catastrofistas (diluvios, extinciones, etc.) vigentes hasta los tiempos de Lyell.
Es en El origen de las especies donde Darwin describe el mecanismo de la selección natural –que considera el motor de la evolución– actuando sobre la variabilidad existente en las poblaciones naturales. Charles R. Darwin ya dio a conocer su pensamiento evolutivo, juntamente con el de Alfred R. Wallace, un año antes, bajo la forma de dos comunicaciones a la Linnean Society de Londres.
Lo que resulta capital y singular en El origen de las especies es que su autor aporta numerosas pruebas de la evolución. Bien pronto, a raíz de la publicación de la obra de Darwin, un buen número de naturalistas, entre los cuales se encontraban los británicos Huxley, Lyell y Hooker y el alemán Haeckel, le dieron soporte. Pero Darwin tuvo también muchos detractores, especialmente fuera del ámbito de las ciencias naturales, ya que su concepción de la vida y del hombre chocaba con las concepciones idealistas del mundo y con las posturas religiosas más conservadoras.
¿Cuál es, exactamente, el concepto básico que expresa el término evolución biológica? Como acabamos de ver, en la actualidad aceptamos –porque existen numerosas pruebas de ello– que los seres vivos han evolucionado, y continúan evolucionando. Lo cual significa, dicho en otras palabras, que no siempre han sido los mismos, sino que, por el contrario, muchas especies del pasado se han extinguido, y actualmente sólo las conocemos por sus fósiles. En una palabra, las especies biológicas son cambiantes y no inmutables y en el transcurso de los miles de millones de años de la historia de la Tierra se han sucedido numerosos cambios, con extinciones y aparición de nuevas formas.
Una historia sucinta de los hechos evolutivos tal como nos es posible conocerlos por el momento –a partir de los datos fragmentarios de que disponemos– debería incluir las siguientes grandes líneas: los primeros seres vivos (células muy rudimentarias y simples) existían posiblemente hace ya unos 3.600 o 4.000 millones de años. Los primeros animales pluricelulares conocidos –aunque en su mayoría bien distintos a los actuales– fueron encontrados en rocas del precámbrico, del sur de Australia (Ediacara) y datan de unos 600 o 700 millones de años (una fecha que a raíz de los recientes hallazgos habría que seguir retrasando con bastante probabilidad), mientras que hasta el cámbrico –esto es, hasta hace unos 570 millones de años– no aparecieron los diversos tipos de invertebrados marinos claramente emparentados con las formas actuales (medusas, corales, esponjas, estrellas y erizos, así como otros actualmente extinguidos, entre los cuales los trilobites). Los primeros vertebrados (los peces acorazados) aparecieron hace, aproximadamente, unos 450 millones de años, mientras que los animales de sangre caliente son de hace unos 225 millones de años. Las plantas con flores se originaron, por su parte, hace unos 150 millones de años.
Pero, ¿cómo empezó? Aunque cada vez conocemos más detalles de la naturaleza de dichos fósiles y de la composición celular y molecular de los seres vivos y de los distintos aspectos de su funcionamiento (como la fisiología, el metabolismo, la genética, etc.) sigue resultando muy difícil saber cómo se ha originado la vida y de qué manera ha llegado a ser tal como la conocemos en la actualidad.
Mientras que los científicos pueden llevar a cabo análisis y experimentaciones, determinados fenómenos relacionados con el pasado de la vida son, por su naturaleza histórica (remota, en realidad), irrepetibles, y, por tanto, no verificables con los mismos criterios estándar de contrastación usados en las ciencias experimentales. El origen de la vida ha preocupado al hombre de todos los tiempos. Para la mayoría de las religiones, la vida tiene un origen sobrenatural, sin explicación físico-química.
Hasta épocas bien recientes era aceptada la hipótesis de la generación espontánea, que sostenía que la vida se puede originar en cualquier momento a partir de materia inerte (los gusanos a partir de los cadáveres en descomposición; los microbios, del agua corrompida; las ranas, del agua de lluvia y del fango de una charca...).
Esta manera de pensar es completamente errónea, tal como demostró Louis Pasteur hacia finales del siglo XIX. En efecto, un ser vivo se origina siempre a partir de un germen formado por otro ser preexistente (un huevo, una espora, una forma enquistada, latente, que permite sobrevivir a la sequía, etc.). En cierto modo, las modernas elucubraciones en relación a la panspermia emparentan con modos de pensar subyacentes a determinadas concepciones espontaneístas.
En el momento de la formación de la Tierra, por acrecimiento de polvo y condritos (el tipo más abundante de meteoritos) el planeta era –hace unos 4.650 millones de años– una masa completamente fundida, y aún después del enfriamiento de su superficie continuó recibiendo los impactos frecuentes de los meteoritos hasta hace unos 4.000 millones de años.
Las trazas más antiguas de seres vivos –halladas en rocas sedimentarias australianas– son de hace unos 3.500 millones de años. Se trata de un tipo particular de fósiles denominados estromatolitos, concreciones calcáreas debidas a la actividad fotosintética de algunas bacterias. En realidad, si aceptamos como restos de la actividad de seres vivos determinados yacimientos de hierro oxidado de Groenlandia, aún más antiguos, nos remontaríamos hasta unos 3.800 millones de años de antigüedad.
La vida apareció, pues, en algún momento entre estas dos fechas. Pero, ¿cómo se originaron aquellas primeras formas de vida? La evidencia de que todos los seres vivos comparten una misma organización y composición bioquímica, así como el mismo código genético, induce a pensar que la vida, una vez aparecida en aquella época tan primitiva y a partir de un origen común, no ha tenido discontinuidad. Desde principios del siglo XX ha tomado cuerpo la teoría del origen de la vida a partir de moléculas orgánicas de origen no biológico. Sin embargo, aún estamos muy lejos de conocer cuáles fueron las etapas de la evolución molecular que condujeron a la formación de los primeros organismos, puesto que existe un salto enorme desde una macromolécula hasta el ser vivo más simple, por sencillo que éste sea.
En cualquier caso, es cierto no obstante que aquellos desarrollos muestran que los procesos que condujeron al origen de la vida son susceptibles de especulación razonable y de experimentación. Las moléculas más características de los seres vivos son los ácidos nucleicos (ADN y ARN) y las proteínas. Los primeros porque están relacionados con la información genética (con su almacenamiento y transmisión), las segundas porque forman parte fundamental de las estructuras celulares y porque catalizan (facilitan) las reacciones biológicas. De modo que intentar averiguar cómo pudieron originarse tales grandes moléculas a partir de sus componentes moleculares más sencillos (los nucleótidos y los aminoácidos, respectivamente) es clave para entender cómo pudo originarse la vida.
Planteadas así las cosas, los científicos se dieron cuenta de que cualquier experimentación al respecto tenía que procurar imitar las condiciones de la Tierra y de la atmósfera primitiva. Algunas investigaciones aportaron datos sorprendentes. Los principales descubrimientos experimentales llevados a cabo hasta el momento son los experimentos de Miller, Oparin y Fox. Aunque, para la comprensión de los procesos que tuvieron lugar en aquellas épocas tan lejanas, son también muy importantes los resultados que se derivan del análisis de la composición de los meteoritos. Veamos a continuación una relación más detallada de dichos experimentos.
Experimento de Miller. Como se detalla en el recuadro correspondiente, en 1953, el químico norteamericano Stanley L. Miller mezcló en un matraz los componentes que, en su época, se suponía eran los constitutivos de la atmósfera primitiva (hidrógeno, metano, amoníaco y agua), sometiéndolos a descargas eléctricas en el interior del recipiente, por un prolongado espacio de tiempo. De este modo obtuvo la síntesis espontánea de diversos aminoácidos (glicina, alanina, ácido aspártico y ácido glutámico), entre otras moléculas orgánicas.
Posteriormente, otros científicos, entre los cuales se encuentra el leridano Joan Oró, obtuvieron, utilizando fuentes de energía más intensa (luz ultravioleta o radiaciones gamma), algunos de los componentes de los nucleótidos, como la adenina, por ejemplo. No obstante, experimentos del mismo tipo más recientes llevados a cabo a partir de mezclas similares a la que actualmente se supone la composición de la atmósfera primitiva (CO2, agua y N2, pero no amoníaco) no han conseguido, por el momento, resultados similares.
Composición de los meteoritos y de la materia interestelar. Los análisis de la composición química de los meteoritos revelan que algunos de ellos contienen cantidades apreciables de moléculas orgánicas (habiéndose identificado en ellos más de 400 diferentes). Por otro lado, el estudio, por medio de radiotelescopios, de la materia interestelar ha permitido demostrar la presencia, junto al hidrógeno y el helio, de pequeñas cantidades de muchos otros elementos y moléculas orgánicas.
Experimentos de Oparin y de Fox. En 1964, el bioquímico norteamericano Sidney Fox observó, al verter una mezcla acuosa de aminoácidos sobre una muestra de rocas volcánicas muy calientes, la formación de unos agregados o “proteinoides”, constituidos por cadenas de aminoácidos. Tales agregados presentaban ciertas propiedades catalíticas o facilitadoras de determinadas reacciones de agregación. Experimentos similares realizados posteriormente por otros investigadores han conducido, de modo similar, a la obtención de moléculas tan complejas como los nucleótidos e, incluso, cadenas de ellos.
De modo parecido, el bioquímico ruso Alexandr I. Oparin consiguió, a partir de mezclas diversas que contenían proteínas, glúcidos y ácidos nucleicos, la formación de pequeñas esferas o coacervados (de entre 1 y 500 micrómetros de diámetro), dotadas de membrana y de ciertas capacidades para el metabolismo y el crecimiento.
Del ruso Oparin son, precisamente, las primeras teorías coherentes sobre el origen de la vida, un tema sobre el cual publicó su célebre obra (El origen de la vida sobre la Tierra) en el ya lejano 1936. En ella, subrayando el hecho de que la atmósfera primitiva no contenía oxígeno –el cual es fruto, precisamente, de la actividad posterior de los seres vivos fotosintetizadores–, Oparin ponía de manifiesto que en tales condiciones pudo acumularse una gran cantidad de materia orgánica (que no era ni oxidada, ni consumida), hasta el punto que determinadas zonas de los mares arcaicos habrían formado como una especie de sopa primordial. A partir de este “caldo” se habrían originado, según la hipótesis de Oparin, moléculas más complejas y, posteriormente, sistemas macromoleculares con capacidad de integración, crecimiento y multiplicación.
Pruebas de la Evolución
Prácticamente todas las ramas de la biología proporcionan pruebas de la evolución. En este sentido se habla de pruebas anatómicas, embriológicas, bioquímicas, de la biogeografía, de la genética molecular y, por supuesto, también de pruebas procedentes de la paleontología.
Algunas de tales pruebas son las siguientes:
Anatomía comparada El estudio comparativo de la estructura anatómica (anatomía comparada) de los distintos grupos de organismos aporta muchos datos para entender la evolución. Así, por ejemplo, el hecho de que el esqueleto de un vertebrado tetrápodo tenga la misma estructura, tanto si sirve para volar (murciélago, pájaro), caminar (oso), correr (gacela), nadar (foca, delfín) o cavar (topo), se explica únicamente si se piensa que su origen es común y que ha tenido lugar un proceso divergente de diferenciación a partir de una misma forma inicial.
Los órganos vestigiales son también testimonios de la evolución. Tal es el caso, por ejemplo, de las alas de los avestruces, tan pequeñas que no sirven para volar. ¿Cómo explicarlas? El propio Darwin decía:
“Hemos de pensar que el progenitor de los avestruces tenía costumbres parecidas a las de la avutarda, y como quiera que el peso y el tamaño del cuerpo se incrementaron durante generaciones sucesivas, utilizaba cada vez más las patas y menos las alas, hasta devenir éstas completamente inútiles para el vuelo”.
De modo parecido, algunas serpientes conservan rudimentarios huesos de la pelvis y de las extremidades posteriores (totalmente inútiles para su locomoción), mientras que, por su parte, las ballenas con barbas presentan dientes rudimentarios que no llegan a emerger nunca de las encías. Todos estos casos sólo pueden explicarse pensando que tales animales derivan, respectivamente, de aves con las alas bien desarrolladas, de lagartos con cuatro patas y de antecesores de las ballenas con dientes asimismo bien desarrollados.
La embriología El estudio y la comparación de los embriones (embriología) de los animales nos permiten ver muchos parecidos que en los organismos adultos, sin embargo, quedan ocultos. Así por ejemplo, las hendiduras branquiales que en los peces comunican la faringe con el exterior y posibilitan una corriente de agua procedente de la boca se mantienen en los renacuajos, pero no en las ranas adultas. Los reptiles, las aves y los mamíferos (y, por supuesto, también el hombre) respiran mediante pulmones y no presentan estas hendiduras en estado adulto, pero sí en la fase embrionaria. Sucede, diríamos, como si todos los vertebrados pasaran por una “fase pisciforme”. De hecho, lo que ocurre, en realidad, es que durante el desarrollo de un organismo, los caracteres generales aparecen antes que los específicos, y, además, los primeros estadios del desarrollo de un organismo tienden a parecerse a las formas juveniles o embrionarias de otros organismos más primitivos de su mismo grupo, en lo que constituye una prueba excelente –de las de más peso– de la evolución.
La paleontología Del estudio de la sucesión de los animales y de las plantas en el transcurso de las eras geológicas podemos destacar una prueba paleontológica capital de la evolución biológica: los fósiles más antiguos corresponden a especies distintas y más primitivas que las actuales, mientras que los fósiles más recientes corresponden a especies más próximas a las actuales.
En algunos casos particulares, la existencia de fósiles es especialmente rica. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con los caballos; pero también, en el caso de los elefantes, es posible, a partir del estudio de los restos fósiles, la reconstrucción con detalle y paso a paso de la evolución de todo el grupo de organismos.
La biogeografía Del estudio de las áreas de distribución de los seres vivos, es decir, de la biogeografía, proceden asimismo muchas pruebas de la evolución. De hecho si no se tiene presente la evolución, la distribución de los animales y de las plantas sobre la tierra parece caótica. Así, por ejemplo, ¿cómo explicar que todos los monos de América Central y de América del Sur pertenezcan al mismo grupo taxonómico (el de los platirrinos) y se parezcan más entre sí que a cualquier otro mono de África o de Asia, si no es en términos de evolución y teniendo en cuenta los fenómenos de aislamiento –geográfico y reproductor–, de diversificación y de especiación subsiguientes?
La bioquímica Del estudio de la composición química de los seres vivos y del funcionamiento de su maquinaria celular se desprenden también muchas evidencias de la evolución. Así, por ejemplo, si se compara el ADN o ácido desoxirribonucleico del hombre y el del chimpancé se observa que se parecen en un 97,6 %, mientras que si se compara el del hombre con el de un gibón la similitud resulta del 94,7 %, y desciende al 91,1 % con el macaco rhesus; el ADN del hombre se parece en un 90,5 % al de otros monos de África, en un 84,2 %, al del mono capuchino americano, y sólo en un 58 % al de los gálagos.
De unos años a esta parte, los árboles genealógicos, que antes se dibujaban atendiendo únicamente a las filogenias que revelan los hallazgos fósiles, y las similitudes morfológicas existentes, pueden trazarse teniendo en cuenta asimismo las semejanzas moleculares. Un claro ejemplo de ello lo constituyen, por un lado, la hemoglobina, una molécula que todos los vertebrados utilizan para transportar el oxígeno a través de la sangre hasta las células, pero también los citocromos, importantes elementos moleculares de las cadenas de transporte electrónico durante la respiración mitocondrial. (Precisamente la importancia de su función, hace de estas moléculas unos patrones de referencia especialmente útiles para trazar las líneas de los árboles filogenéticos.)
Otras Ramas
También otras ramas de la biología proporcionan pruebas de la evolución, y así tenemos las que proceden de la sistemática y de la taxonomía, de la citología y de la fisiología, o de la genética. ¿Qué mayor prueba del origen común de todas las formas vivientes que la existencia de un único código genético que usan tanto la bacteria, como el alga y el árbol, o la gacela y el hombre?
Para entender los mecanismos evolutivos resulta clave comprender en todo su alcance el concepto de eficacia biológica, que designa la capacidad de los distintos individuos de una población para dejar descendientes. Cuando las variaciones de dicha capacidad son debidas a la constitución genética o genotipo de los individuos se dice que la selección natural opera sobre la población.
Efectivamente, el mecanismo de la evolución es complejo y variado, pero básicamente consiste en el hecho de que la selección natural favorece aquellos cambios hereditarios o mutaciones que por alguna razón otorgan ventaja a los individuos que las presentan. Al mismo tiempo, las limitaciones a la distribución de las especies, del tipo de las barreras geográficas y ecológicas, tienen también una gran importancia en la diversificación de los seres vivos. Ahora bien, la capacidad tecnológica y la superpoblación humana suponen, en nuestra época, un impacto tal sobre la naturaleza que ciertas intervenciones humanas constituyen, de hecho y en muchos casos, el principal condicionante de la evolución de muchas especies y comunidades y, a veces, pura y simplemente de su extinción.
De una forma hasta cierto punto análoga, la naturaleza selecciona. No hay, sin embargo, ninguna voluntad que persiga la necesidad o el capricho, ni ninguna dirección impuesta, tal como el propio Darwin tuvo especial interés en explicitar en El origen de las especies, al precisar el alcance que otorgaba al término selección natural:
“Algunos lo han entendido mal o han puesto objeciones al término ‘selección natural’ [...]. En el sentido literal del término, indudablemente selección natural es una expresión falsa pero, ¿quién pondrá mil objeciones a los químicos que hablan de las afinidades electivas de los distintos elementos? [...]. Se ha dicho que hablo de la selección natural como de una potencia activa o divinidad; pero, ¿quién censura a un autor que habla de la atracción de la gravedad como si regulase los movimientos de los planetas? Todos sabemos qué implican y qué significan estas expresiones metafóricas, que son prácticamente necesarias en aras de la brevedad”.
En cualquier caso, no obstante, la selección es inexorable; de modo que, de forma paralela a las catástrofes naturales, las cuales, sin embargo, practican la eliminación de una manera completamente ciega e indiscriminada, la competencia y la limitación de recursos sólo permiten sobrevivir a aquellos individuos mejor dotados (mucho o poco y en relación a los demás). Es, pues, por analogía por lo que al resultado de este estado de cosas naturales se le designa con el nombre de selección natural.
En una población natural no hay, de hecho, dos individuos idénticos. Esto nos resulta muy fácil de entender si nos referimos a nuestra especie, pero en realidad sucede en todas si bien las personas poco observadoras sólo suelen darse cuenta de ello en los casos en que la variabilidad es muy aparente.
Por supuesto que muchas diferencias entre los individuos son debidas al ambiente, es decir, son exclusivamente producidas por factores ambientales, pero otras son atribuibles a la identidad genética de los individuos. Las barreras geográficas, o de otro tipo, que se interponen en la dispersión de las especies constituyen un factor de diversidad y favorecen la aparición de nuevas especies.
El primer paso en la formación de una especie comienza a menudo con el denominado aislamiento geográfico, cuando esta especie se separa en dos poblaciones a causa de algún tipo de barrera. Ambas poblaciones quedan aisladas, y si bien podrían cruzarse entre sí, la existencia de la barrera lo impide de hecho. Con frecuencia dichas barreras son geográficas: montañas, el mar, un desierto, etc. Una vez separadas, las poblaciones se van diferenciando. Efectivamente, cuando la especie queda fragmentada en dos poblaciones y éstas viven en ambientes diferenciados, la selección natural hace que en el transcurso de muchas generaciones cada población quede adaptada a su ambiente. De este modo son cada vez más diferentes. Con el tiempo, puede suceder que la diferencia sea tal, que ya no resulte posible el entrecruzamiento. Es decir, las dos poblaciones pueden llegar a ser tan distintas que ya no puedan reproducirse entre sí, aun en el caso de que la barrera desapareciese.
Cuando esto sucede, cuando las dos poblaciones ya no pueden cruzarse entre sí, decimos que se han convertido en especies distintas, por cuanto el concepto biológico de especie –de gran importancia en biología evolutiva— implica no sólo la semejanza morfológica, fisiológica y de comportamiento entre todos los individuos de la misma, sino también su capacidad para cruzarse y dejar descendencia fértil. Por otra parte, una de las principales aportaciones del neodarwinismo (o reformulación de la teoría evolutiva que tuvo lugar durante los años treinta y cuarenta del siglo XX, fue el esclarecimiento de la importante función de la mutación como origen de la diversidad genética).
Ahora bien, una vez establecido el origen de la variabilidad en la mutación del ADN o material hereditario, la explicación neodarwinista incide en el estudio de las causas o factores de cambio de las frecuencias génicas. Los principales agentes evolutivos son la presión de mutación, el flujo génico, la deriva genética y la selección natural que actúan sobre poblaciones frecuentemente aisladas.
No obstante, a esta panorámica global deben añadirse, como mínimo, dos matices; por un lado la función de la reproducción sexual, que no es propiamente un agente evolutivo –porque no cambia las frecuencias–, pero sí un importante agente de adaptabilidad, ya que aumenta la diversidad, al posibilitar la mezcla de genes, en el seno de las poblaciones. En segundo lugar, la poliploidia (o aumento del número de cromosomas), importante factor evolutivo en el mundo vegetal.
La presión de mutación resulta de la recurrencia de algunas mutaciones (las mutaciones aisladas, no recurrentes no tienen apenas importancia evolutiva, aunque la puedan tener para el individuo), que tienden a incrementar la frecuencia del gen mutado, hasta que se alcanza un equilibrio que, en ausencia de selección, viene dado por la expresión q = u / u + v (donde u es la frecuencia de mutación directa y v la de la retromutación). Por su parte, el flujo génico tiene sobre las poblaciones individualmente consideradas un efecto parecido al de la mutación, aunque si la migración es intensa puede dar lugar a cambios notables, como las clinas o variaciones geográficas graduales de una magnitud o carácter morfológico, las cuales, a menudo, son mantenidas por la selección natural.
La deriva genética, por su parte y a diferencia de otros factores evolutivos, es un factor de cambio de las frecuencias génicas dispersivo y no direccional. La base de la deriva genética estriba en el error de azar que se produce, durante la reproducción, en el muestreo del genotipo de la población a cada generación. Cuanto más escasos son los individuos reproductores más importantes pueden ser los efectos de la deriva. Es el caso del denominado efecto de cuello de botella que tiene lugar en las poblaciones colonizadoras fundadas por los pocos individuos (quizá tan sólo una única hembra grávida) que han conseguido sobrevivir, o en las que se recuperan, a partir de muy pocos efectivos, después de una catástrofe o por cualquier otra causa de fuerza mayor.
La selección natural es, en concreto, el agente evolutivo que adapta de forma específica las poblaciones a sus ambientes; sus efectos consisten siempre en el aumento de la frecuencia de determinados genotipos en detrimento de otros. Hay selección natural cuando no todos los individuos de una población tienen la misma eficacia biológica o capacidad para dejar descendientes; la magnitud de la variación de las frecuencias génicas depende de la intensidad de la selección, así como del tipo de genotipo seleccionado (dominante, recesivo, heterozigoto, etc.). Son tres los tipos principales de selección: direccional, equilibradora y disruptiva. La primera aboca al cambio de la población (para un determinado carácter) por cuanto favorece un genotipo homogéneo u homozigoto en detrimento del otro, mientras que la selección equilibradora, que favorece los genotipos mixtos o heterozigotos, conserva la variabilidad genética. Por su parte, la selección disruptiva favorece los fenotipos extremos en detrimento de los intermedios.
A inicios del siglo XXI, las ideas vigentes en la comunidad científica sobre la evolución de las especies siguen siendo –a grandes rasgos– las propias del neodarwinismo o teoría sintética de la evolución. No obstante, los nuevos conocimientos biológicos acumulados durante las últimas décadas han puesto de relieve nuevas interpretaciones que polemizan con las tradicionales y a las que probablemente complementan. Así, el desarrollo y generalización de técnicas de separación molecular, como la electroforesis, revelaron la existencia en las poblaciones de una ingente variabilidad genética.
El japonés Mooto Kimura fue el artífice y promotor, desde 1968, de una teoría neutralista o neutralismo que –en base al cálculo matemático del enorme lastre genético que ello comportaría en caso contrario– supone que todas las variantes tienen el mismo valor adaptativo y son por tanto selectivamente neutras (no afectan a la eficacia biológica de los individuos).
De este modo, los partidarios de Kimura se oponen a la interpretación clásica del neodarwinismo, que supone que la persistencia, o no, de cualquier variante genética es debida a la selección natural y no al azar.
Desde la década de 1970, la teoría sintética experimenta asimismo el acoso de los partidarios del saltacionismo y del equilibrio intermitente o puntuado, encabezados por los paleontólogos norteamericanos Stephen J. Gould y Niles Eldredge, quienes se oponen a la idea de la evolución entendida únicamente como un proceso de acumulación lenta y gradual de pequeñas variaciones, dirigido por la selección natural, y frente a la concepción gradualista clásica postulan el saltacionismo o evolución a saltos, por explosiones evolutivas súbitas de corta duración, que alternarían con largas etapas de estancamiento.
Los saltacionistas cuestionan, de hecho, la unicidad del mecanismo evolutivo y plantean la distinción entre microevolución o variación específica (para la que aceptan la explicación clásica) y macroevolución, a nivel supraespecífico, en cuya explicación se apartan del neodarwinismo postulando explosiones evolutivas que alternan con períodos de calma o estasis. En su defensa de los intermitentes períodos de crisis o paroxismo puede verse en la postura de los saltacionistas un cierto paralelismo con las ideas fecundas de algunos otros heterodoxos, en especial con las dadas a conocer en la década de 1940 por el biólogo alemán Ricard Goldschmidt (macromutaciones, monstruos prometedores).
En cualquier caso, quizá la principal virtud de la teoría del equilibrio puntuado –que se apoya en la enorme popularidad del principal de sus promotores– es la de haber puesto de relieve las limitaciones de una visión demasiado acomodaticia del neodarwinismo clásico.
Para los partidarios del equilibrio puntuado, la aparición de nuevas especies tiene lugar en poblaciones pequeñas y aisladas geográficamente, que no pueden cruzarse con otras poblaciones de la misma especie, en un proceso sincopado que puede –a escala geológica– ser muy rápido.
Por su parte, frente al neodarwinismo mayoritario, ha resurgido asimismo el cladismo, perspectiva que basa la clasificación de los organismos vivos en la filogenia, establecida en función de la homología y que presupone –en consecuencia y de acuerdo con el clásico principio de economía interpretativa– que los caracteres evolutivos se desarrollan una sola vez, produciéndose posteriormente la diferenciación y no al contrario.
Autor: Cambó